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Ni lluvia ni gaitas; «Zaldunita», una lección magistral de buen humor

Esta vez «el hombre del tiempo» acertó de lleno. Lluvia desde primera hora en Tolosa, precisamente en «Zaldunita», uno de los días más grandes del carnaval. Aun así, las cuadrillas la armaron con sus puestas en escena bajo la mirada de los curiosos que se protegían bajo los paraguas, un complemento que se adhirió al disfraz en el último momento. ¿Quién dijo miedo?

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Oihane LARRETXEA

«¡Estamos de carnaval! ¿Que más da la lluvia si estamos en Tolosa?», preguntaba exaltada la joven Janire Etxebeste mientras bailaba con gracia una canción disco de los años sesenta. Apenas eran las 11.00, pero las cervezas que tanto ella como el resto de la cuadrilla sostenían entre las manos bien cumplían con la función de un rico caldo: entonar el cuerpo. A juzgar por cómo meneaban el esqueleto, estaba dando resultado. «El tema que elegimos para salir es casi secundario. Lo importante para nosotros es elegir algo que implique bailar, moverse, porque eso nos anima a nosotros mismos, pero al mismo tiempo a las personas que se paran para mirar», explicaba.

En esta ocasión se habían decantado por una discoteca sesentera: ellos con tupés y ellas con rojos labios, además de un largo etcétera de complementos. Se olía el desmadre, pero aun así todo estaba más que organizado e incluso las canciones tenían coreografías que ya le gustarían al gran Tony Manero. Ellos, por cierto, con mucho garbo, demostrando que también tienen caderas y que, además, saben utilizarlas.

Como si el mal tiempo no fuera con ellos, la discoteca ambulante avanzaba por el paseo de San Francisco para abordar la Parte Vieja, y después... «después ya se verá». Aún quedaba mucho día por delante, y lo único seguro era la comida que tenían organizada en el Casino. Bueno, eso y pasárselo bien. «Esta es la semana más importante del año, y si hay que pedir una semana de vacaciones en el trabajo para esto, ¡pues se pide!», concluía tajante.

Los bailes vinieron que ni pintados, pero no fue la única manera de entrar en calor. Una cuadrilla irrumpió en el paseo gritando, a lo loco, con las pelucas vueltas del revés. Una atracción del parque Port Aventura llegó a gran velocidad. Que no cunda el pánico; iban bien sujetos a los arneses. Y por increíble que pareciera, también lograron abrirse paso en la plaza del Triángulo, aprovechando cada resquicio entre la multitud.

Pues sí que le encontraron practicidad a la atracción: en el interior todo un arsenal de tentempiés, cervezas y una botella de pacharán, «solo una», para el final. «Así nos evitamos entrar a los bares, porque llevamos con nosotros todo lo que necesitamos», explicaron. Cada uno de los chicos representaba a un tipo de turista, desde el blancuzco alemán quemado por el sol, hasta el engominado italiano, pasando por «el de casa», fácilmente localizable por los pantalones de montaña.

«En carnavales no hay seriedad ni para escoger el traje. Cada año debatimos durante semanas para elegirlo y soltamos un montón de chorradas, pero mira, este año nos pusimos de acuerdo en seguida», contaban Gorka y Mikel.

La corrida de Alfonso

Como un mundo construido por micromundos, pasado el mediodía el paseo de San Francisco, la calle Rondilla y la Parte Vieja eran pequeñas puestas en escena en las que cualquier representación tenía cabida. La sonada boda entre la Duquesa de Alba y Alfonso Díez fue la excusa perfecta para una cuadrilla madura. Reconstruyeron el enlace con espectáculo de toros incluido. «Vamos a hacer esta corrida, que igual es la única que hacemos», explicaba un resignado pero sonriente Alfonso.

Del mundo del corazón a la Historia con mayúsculas, porque en carnavales también se puede aprender. De una cuerda a modo de tenderete colgaban una docena de bragas. La primera, de 1912, parecía más bien una malla para andar en bicicleta. Una cosa era evidente: desde el siglo pasado hasta el día de hoy, la dimensión de la tela iba disminuyendo según se avanzaba en el tiempo. Del algodón al encaje, y del blanco al rojo, hasta que la prenda íntima resultaba tan íntima que de lo fina y transparente que era casi pasaba inadvertida. Vamos, una clase magistral de tendencias.

Hablando de prendas interiores, un grupo de fornidos chicos lucieron orgullosos su cuerpos sobre unos tacones de vértigo. Poco o nada tenían que envidiar a las supermodelos que lucen los conjuntos de Victoria's Secret porque ellos eran los Vasconia's Secret.

Dejando de lado los pequeños amagos del cielo para que dejara de llover, muchas personas, sobre todos parejas con hijos e hijas, hallaron en el Tinglado el lugar perfecto para disfrutar de la fiesta sin la incomodidad del agua y el frío, porque además en el recinto había calefacción. Era el caso de Lore, miembro de una gran cuadrilla, formada por 18 adultos vestidos de gitanos y 15 niños y niñas disfrazadas de pequeñas cabras.

La parodia sobre el club de alterne Benta Zaharra también buscó cobijo allí. Sobre la mesa, cartas de mus, una ración de chorizo y cerveza. En la boca de las jóvenes -vestidas de hombre-, un palillo, por supuesto. Les hacía compañía la joven Jenny, una muñeca hinchable que por el momento no decía «ni mú». Una de ellas confesó que habían recibido «alguna mirada sospechosa que otra». Quien sabe si de alguien que al ver Benta Zaharra se le subieron los colores y las vergüenzas.

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