Antonio Alvarez-Solís Periodista
¿Eso, no es punible?
El veterano periodista responde con contundencia a las declaraciones del presidente de la Comisión de Economía y Política Financiera de la de la CEOE, exdirector del Fondo Monetario Internacional y exjefe de Relaciones Internacionales del Banco de España, José Luis Feito, en las que defendía la obligatoriedad para los parados de aceptar cualquier trabajo, «aunque sea en Laponia». Rebate certeramente la tesis de que «aquí sobran brazos y bocas» y que por ello haya que emigrar, y concluye preguntánsose si no constituyen delito muchas cosas que gente como Feito protagonizan.
Trescientos mil españoles han emigrado en los tres últimos años agobiados por el paro. Trescientos mil ciudadanos abandonados por su patria y su Gobierno. Otros cinco millones están encallados en la miseria de nuestro país. Una cifra mucho más alta pervive de cara al precipicio. Respuesta del Gobierno: hay que pasar por esto a fin de superar el déficit público y reflotar la banca para que fluya el dinero.
La banca es lo importante; tanto, que se evita su nacionalización. El dinero está guardado en la caja de la banca privada a la espera de que los poderes internacionales den el visto bueno a otra burbuja. El gran empresariado, es decir, el que cuenta con el apoyo de la banca y alarga hasta ella sus tentáculos, exige la competitividad para operar la resurrección. El quid de esa competitividad está en lograr una fuerza laboral maltratada y medio hambrienta. El gran empresariado sabe que la competitividad real es ya imposible a estas alturas del neoliberalismo, pero sabe también que un recorte salarial deja beneficios, aunque sean falsos beneficios para la sociedad.
Es el beneficio roñoso del euro hurtado, de la hora de más en el tajo, del obligado depósito bancario de una nómina para pagar la hipoteca, la luz, el agua. La competitividad en calidad e invención ya no es posible. Cuatro países pueden abastecer al mundo actual de todo lo que ese mundo exige. Añadir a esa producción la solicitada producción de los pobres provocaría la mortal sobreproducción. Es más, ¿cómo inventar y producir en un paisaje sobresaturado por las patentes de esos cuatro países que todo lo pueden? ¿Cómo inventar y producir novedad sorteando la férrea trama de los organismos internacionales encargados de gobernar el comercio y la distribución? ¿Cómo recuperar una economía de proximidad mientras los grandes poderes imponen por la fuerza múltiple la globalización? Fuera de la globalización sólo existe la violencia de los débiles, la anarquía de los hambrientos, el crimen de la calle. Las pocas herramientas que les quedan a los débiles son sometidas a la misa negra de la privatización.
Luego, hay que emigrar porque aquí sobran brazos y bocas. Emigrar aunque sea a Laponia. Lo ha dicho el Sr. Feito, cabeza brillante en la CEOE, exdirector del Fondo Monetario Internacional, antiguo embajador ante la OCDE, exjefe de Relaciones Internacionales en el Banco de España. Lo he leído en la gran prensa de la gran derecha. El Sr. Feito ha decidido que un trabajador no tiene derecho al empleo digno, a la tarea razonable. ¡A Laponia! He visto en fotografía al Sr. Feito. Físicamente me recuerda al Sr. Himmler, con sus gafas sutiles, su aire duro, su cabeza de medio pelo. Tiene un bigote provocador, recortado e ideológico. Pero esto que digo no es de verdadera importancia. Lo importante es lo de Laponia. Verán por qué.
Cáritas ha enviado un equipo a la nórdica y helada tierra que se reparten Noruega, Suecia y Finlandia ¿Para qué ha ido ese equipo? Pues para dar algo de calor y de información a los engañados emigrantes españoles que mueren de frío, que duermen a la intemperie, que solicitan limosna porque para ellos no hay empleo tampoco allá. Hijos separados de los padres, matrimonios divididos por una distancia desmedida, gentes ya sin el alma que les dio su suelo. Sr. Feito, ¿ve usted que drama he montado con un poco de habilidad literaria? Casi me da vergüenza. Yo sigo aquí caliente y llego casi a final de mes. Estoy jubilado. Cuando recibo la pensión, pongo los mil euros y un poco sobre una mesa y divido su empleo colocándolos en las casillas de una hoja cuadriculada. Pero vivo caliente y pienso. No iré a Laponia. No me gustan los campos de trabajo que están enrejados por un regreso imposible. Pienso en los parados que no saben a donde girar la cabeza sin ver policías y leyes.
Y llego a la conclusión, con la Constitución en la mano, de que todo esto es punible. Es punible, creo, el hambre que ustedes fabrican para los demás. Es punible, cavilo, que ustedes, seres de la intangible sabiduría privada, hayan fabricado un Gobierno con engaño e insolencia. Es punible, supongo, que hayan teñido de razón teórica el maltrato de tantos millones de seres. Es punible, imagino, que arrebaten el dinero amasado con el sudor de las masas para fabricar una raquítica supervivencia. Es punible que preparen otra vez burbujas con la espuma del cínico jabón que manejan para obnubilar a la muchedumbre.
No, a Laponia, no! A Laponia solamente se va para fotografiar al reno que marcan en honor del visitante y para comer una sopa grasa y caliente en la vivienda de sus habitantes. Ustedes lo que desean es evitar el espectáculo de españoles que se acercan silenciosamente y con vergüenza a otros españoles en solicitud del euro que necesitan para adquirir un bocadillo y un café mientras esperan a que abra el comedor de caridad ¿Verdad que a ustedes les parece todo esto que escribo una retórica barata y engañosa?
Ustedes tienen la inmensa mayoría de los medios de información en su mano; disponen del apoyo internacional de los poderosos; cuentan con los saberes manipuladores de sus ejecutivos; calculan el enfrentamiento de los trabajadores que trabajan contra los que no pueden trabajar y de ello extraen su ganancia en las urnas; certifican de terrorismo la respuesta desesperada; están protegidos por las iglesias y los ejércitos mercenarios.
Ustedes, Sr. Feito, simplemente «son», como dijo Dios a Moisés cuando se interesó por la identidad divina. Y nosotros somos, simplemente, la retórica de una pancarta, la fuerza débil, como se dice en física. Pero... ¡A Laponia, no!
Vigilen con intensidad, aunque ello les cause desazón y temor. Vigilen porque la retórica hizo levantarse muchas veces al mundo. Cada vez queda menos espacio para poner el pie de su poder. Se ahogarán también Alemania, Norteamérica, Francia, Inglaterra... Cada vez se producirán más cosas para menos consumidores. Y cada vez los consumidores contemplarán con menos complacencia las maniobras para presentar como sabiduría salvadora el delito de genocidio en que el sistema se complace.
Ya ve usted, Sr. Feito: más retórica. Pero como decía el clásico latino, a dónde irá el buey que no are. Yo acuso. Supongo que conoce la célebre locución que en otra circunstancia de delito consagró para las generaciones nada menos que Émile Zola. Claro que él era importante y no un correcaminos como yo. Pero ya ha visto usted lo que empieza a suceder cuando se juntan los correcaminos, que hasta la Policía se asusta de lo que ha de hacer al servicio de los elegantes cleptómanos de desayuno con diamantes.
«¿Amenaza usted?», me preguntará con aspecto cejijunto ¡No, por Dios! No se trata de amenazar, pues como dice el refrán soy el último orejón del tarro. Se trata únicamente de prever entre todos y de hacer penitencia si es precisa. Yo lo único que hago es volver a preguntarme si no constituyen delito muchas de las cosas que ustedes protagonizan. Por ejemplo, conducir al hambre y a la desesperación.
Hay figuras delictivas que podrían encuadrar esta actividad empresarial. Por ejemplo, negar el salario legítimo a quien trabaja. Por ejemplo, privar de vivienda al ciudadano. Por ejemplo, no proveer la conveniente educación. La Constitución proclama la atención de estas necesidades. Claro que las constituciones no están hechas para el común, ya que esto perjudicaría la creación de riqueza ¿O no la perjudicaría? Quizá la competitividad debería establecerse con un objetivo mínimo: dar a cada uno lo suyo. Sum cuique tribuere. Pero eso se decía en tiempo de los romanos, que también tenían lo suyo.