Elena Martínez Rubio Doctora en Filosofía
Diana vulnerable
El pasajero se estaba dejando acunar por el arrullo rutinario del metro, cuando un pequeño cambio recién ocurrido ante él le saltó a la vista. Muchos habían bajado, otros tantos subido, el vagón se había ido realimentando de gente variopinta, y tres hombres habían quedado junto a la puerta. De pronto uno de ellos, flanqueado por los otros dos, se le ha mostrado frente por un instante. Ahí hay unos ojos, una mirada abatida, que el pasajero ha visto al vuelo. ¿Qué pasa, qué le pasa?, se ha preguntado inmediatamente, presintiendo que saberlo le causará dolor. Y al momento ha bajado la vista, avergonzado de su mirar intruso.
Al poco, la curiosidad se apodera de él. ¿Qué tiene, qué le han hecho? Rápidamente descubre el resto de reojo. Lo primero, la cabeza que asoma, el pelo negro sin peinar. La cara, muy pálida. Impresionan las arrugas hundidas en la piel aún joven. Y los labios haciendo el gesto de quien ha tenido que sobreponerse demasiadas veces al dolor. Solo con mover la boca, su expresión se descompone, se desfigura. ¿De dónde el aire vencido, ese aura de abandonado?
El pasajero, intrigado, sigue observando. Sí, lo que da lugar a un contraste brutal que desconcierta, es esa belleza suya echada tan temprano a perder. ¿Acaso es alguien sin voluntad, un adicto? ¿Un mendigo, un vagabundo? No, es otra cosa. ¡Eh, tú, en qué lío andas metido? Aquí viaja a menudo gente en mal estado. ¿Qué tienen de especial tu condición, tu sufrimiento? Y de nuevo esos ojos suyos que no se permiten mirar alrededor, unos pulmones que justo parecen respirar para no ahogarse.
¿Y sus acompañantes? Ellos están tratando de aparentar buen humor, con discreción, vaya a usted a saber por qué. Apenas dejan traslucir más. Van hablando con soltura de cualquier cosa, sin levantar la voz. Bromean buscando complicidad, sin dirigirse por completo a él. Tal vez no lo conozcan mucho. El viajero observador que no llega a oír ni a entender palabra, deduce que intentan darle ánimos en su delicada situación. No, no es que estén procurando consolar a un enfermo sin remedio, de engañar a un desahuciado sobre su futuro, sino que están convencidos, por lo visto, de que lo peor ha quedado atrás. Y no lo miran con compasión, ni tampoco lo juzgan.
Oye, ¿de qué extraña juerga autolacerante te han recogido esta mañana? ¿De qué apuro turbulento te han rescatado, a qué casa siniestra te han tenido que ir a buscar? ¿Cómo es que te respetan esos dos, por qué te ayudan? Está claro que sin su apoyo, tú estarías absolutamente perdido. Sea como sea, tú no das ninguna señal de tu parte. No es que estés ausente o confuso. Simplemente te comportas, imitas movimientos, no llamas la atención de nadie. A no ser la de este viajero que no puede evitar hacerse conjeturas sobre ti. Bueno, es evidente, has tenido mala suerte, y tus dos compatriotas quieren echarte una mano.
En efecto, «compatriotas» es la palabra. Y bien, él no es de aquí. De todos modos ¿quién es aquí de aquí? Digamos: él no suele estar aquí. Se diría incluso: él nunca ha estado aquí, desconoce el medio. Concentrémonos, pues, en el país, examinemos la ropa de los tres. Cualquier hombre de cualquier país va vestido de esa forma en invierno. Al menos, en Europa: parka de color indefinido, pantalones oscuros, zapatillas deportivas, una bufanda corriente. Aunque él..., él se desvía un poco de los otros, pensándolo bien. Lleva un abrigo negro de paño con raya blanca fina, antiguo, pero no raído, casi sin usar. Se diría que es una herencia guardada en un armario que, ante la necesidad, ha salido a relucir. Bajo las solapas aparece, bruscamente, su cuello desnudo, frágil, blanco.
Hay algo en él que hasta da escalofríos. Será porque la publicidad utiliza con frecuencia hombres así... únicamente que antes de haber sido vapuleados de manera tan cruel: guapos aventureros, seductores, especie de golfos que «saben vivir», beber, fumar y demás.
Entonces ¿qué clase de ruina ha sufrido éste? ¿Habrá sido, por el contrario, algún tipo de amor la causa? No, no puede ser que el amor, el desamor pongamos por caso, lo hayan llevado a tal estado. ¡Qué tristeza, qué despilfarro! El pasajero se responde a sí mismo que su desventura es todavía mayor, o diferente. Han tenido parte más personas, más circunstancias.
Al fin, sabiendo que quedan pocos minutos de viaje, escasas paradas, se ha decidido a mirarlo abiertamente. Y enseguida, por quitarse un peso echándole la culpa a él, piensa estúpidamente: «¡Hombre, lo tuyo es de una dejadez imperdonable, has ido demasiado lejos!».
Sin embargo, no termina de quedarse conforme. Y a partir de ahora ya no cejará, sino que irá atando cabos cada vez más veloz, buscando comprender.
Mira otra vez con prisa a sus acompañantes. No hay lujo en sus vidas. Son serios, dignos. Quizá su dignidad no ha sido tan duramente puesta a prueba como la de él. «¡Exiliados!», entiende de golpe. Inesperadamente, ellos se han girado y él alcanza a escuchar su idioma por primera vez. No, no es francés, ni es árabe, ni es una lengua eslava. ¿Turco? Tampoco. Ay, puede ser kurdo. Casi seguro, es kurdo. Unos segundos más, y vuelve a mirarlo. Sus ojos. Todo duele.
Acaba de librarse un asiento, y los compañeros se lo han cedido a él. Se ha sentado como quien sigue ins trucciones, agotado. Nada más sentarse en cambio, con toda la educación del mundo («no soy un granuja, a pesar de estar hundido»), ha hecho un gesto mecánico, anticuado, para ceder el asiento a una señora. Una mujer que le ha debido de parecer mayor que él, y que en realidad se adelantaba con intención de apearse. De modo que, si ha creído que ella es mayor, tiene aún menos edad de la que aparenta.
Mientras tanto él siquiera está sentado. Muy cerca además. El pasajero intuye que le queda al menos un respiro, una posibilidad lejana de dar con la respuesta. De hecho, el compañero de gafas ha aprovechado la ocasión para sacar del bolsillo un periódico doblado y se lo está mostrando. Es un gesto sin palabras, revelador: «¡Lee, te interesará!» El pasajero echa un vistazo a la vez que él, por encima de su hombro. No consigue descifrar los textos, mas ahí está, en primer plano, la foto de una manifestación y la pancarta en francés que dice: «Libertad para los prisioneros políticos en Turquía».
No cabe duda, aquel hombre había sido torturado, largo tiempo humillado, maltratado. Diana vulnerable, criatura hostigada, ave de un bosque invernal... había vagado por los pasillos inundados de una ciudad sumergida, encontrando oscuras puertas tras la que se ocultaban cámaras escabrosas, escalinatas arrancadas, depósitos mudos de todo lo ocurrido, y ningún rastro a seguir ni hilo al que sujetarse para desandar el camino. Perdidas en la tiniebla las últimas señales aguadas, uno por uno los lugares en que había vivido, llorado, esperado, no tenía ya consigo sino una carta geográfica enredada, deshecho, mojado papel, un pasado sin existencia. Y cargaba con un implacable aislamiento, con una debilidad aplastante.
Le habían querido doblegar, durante años, salvajemente. Había mal comido, mal dormido, pasado frío, miedo, espanto, soportado golpes en cárceles inmundas, sin poder descansar nunca. Había bajado aún más, hasta perder el sentido de abajo o de arriba, donde no había gravedad ni tampoco leyes. Allí nada se movía. Aquel esfuerzo inmenso había carecido de nombre, de sujeto, de testigos.
Es decir, hacía poco que había salido derrumbado. Probablemente su familia había padecido desgracias entretanto, también eso estaba en su rostro, lo llevaba encima. Ah, sí, sus acompañantes estaban contentos de saberlo vivo. A lo mejor con el tiempo, en la calle, con los amigos que no eran amigos, pero que eran compatriotas concienciados, al calor de... quién sabe. Por algo se lo habían traído con ellos, y lo tenían «a salvo». Todo ello era un desafío a la opresión y a la muerte. Como una evocación del Newroz, la celebración kurda del comienzo de la primavera. Anuncio del final de un riguroso invierno en las altas montañas. Presentimiento de un futuro libre, más allá de la monstruosidad de los imperios y otras aberrantes invenciones humanas.
Un instante más, y los compañeros le indican que han de bajarse. Él se deja llevar, saliendo primero. Le quedan al pasajero una certidumbre vivida junto a ellos, la eternidad hecha de unas cuantas estaciones fugaces. Y una sensación de «anacronía» que no podrá sacudirse fácilmente. Igual que si un personaje extemporáneo, entrando de un salto al vagón, hubiera roto por completo su ritmo. No, mejor dicho: como si alguien «atópico», excéntrico, fuera de lugar, hubiera dado un vuelco a aquel espacio, para expulsarlo de su órbita y despertarlo de su letargo. Para sacar a la luz a tantos pueblos que pagan un precio sobrecogedor por seguir con vida.