Con una inspiración beckettiana desde la entrañas de «La última cinta de Krapp», se teje un espectáculo en el que conviven en una fusión lenta los objetos, el movimiento y las palabras. Un texto de Oier Guillán da el soporte estructural, el espacio provocador de emociones y sensaciones que se complementan a la perfección con la parte danzada, con una expresión de los cuerpos que atraviesan el campo textual y a la vez reciben la energía de esas referencias más allá de lo tangible y que ellos, los bailarines, no solamente le dan corporalidad, sino sentido, trascendencia, formando una interrelación de gestos, figuras, vibraciones físicas que reciben la confirmación dramatúrgica con ese personaje que escribe, obsesivo, que relata poéticamente una pesadilla existencial, amorosa, sin fin, un bucle que busca un final.

La danza no ilustra las palabras; las palabras no explican los movimientos; el espacio no es un campo referencial, sino un tapiz que se dibuja y desdibuja. Son lenguajes autónomos que confluyen de manera ordenada, logrando ese punto de valor artístico que hace que todas las partes crezcan alimentadas por las otras, que haya una unidad final, una misma coordenada estética, donde se mueve el texto, su declamación, la gestualidad del actor y las coreografías, las explosiones energéticas, los encuentros dulces o violentos, las configuraciones técnicas y expresivas que alcanzan momentos de gran notoriedad y que consiguen trasmitir estados de ánimo, de narrar con sus cuerpos tanto como las palabras aportan. La iluminación da consistencia, el espacio sonoro subraya y marca unas tensiones del discurso escénico. Un buen trabajo, de fusión de lenguajes hecho por creadores jóvenes, con talento y con un feliz resultado que aplaudimos.