Jon Jimenez, Andoni Olariaga | Licenciados en filosofia
España: inquisición, condena y perdón
Burgos, 1º de abril de 1939. «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. El Generalísimo Franco». Siempre nos han contado que la Guerra Civil española acababa con ese breve parte de guerra. El espíritu de la Cruzada, por el contrario, no acabó -ni empezó- ahí. Podríamos recordar lo que dijo el alcalde franquista José María de Areilza durante la toma de Bilbo: «Que quede esto bien claro: Bilbao, conquistado por las armas. Nada de pactos y agradecimientos póstumos. Ley de guerra, dura, viril, inexorable. Ha habido, ¡vaya que sí ha habido, vencedores y vencidos! Ha triunfado la España una, grande y libre» (1937-07-08).
Es decir, no basta con ganar política o militarmente, hay que ganar también en el terreno de la moral (de todas formas, la victoria militar es muy relativa, y no significa necesariamente la victoria política o moral). No bastan las cunetas, hace falta convertir las conciencias de los que quedan vivos.
Edad Media. Antes de expulsar a los moriscos Felipe II quiso convertirlos al cristianismo. Pero no valía con que estos se mostraran públicamente como «católicos», y como nos recordaba Joxe Azurmendi, el rey español «ofreció a los obispos una regla práctica y un baremo mínimo de prueba de cristiandad: «que ser notoriamente buenos christianos se pruebe por actos positivos contra la secta de los moros (kondena publikoak, eta abar, exijitzen dira, hortaz!), (...) desviadose del algarauia y de los de su nacion, pues no vasta lo que prueban de que frequentan los sacramentos por questo puede ser lo agan por su conservación» (2009, «Topasketak», anotaciones de Azurmendi). Es el propio filósofo zegamarra el que nos recuerda que, aun y todo, los moriscos fueron expulsados de la naciente España.
María Dolores de Cospedal. 2012: «no basta con condenar lo que se haga en el futuro, sino que hay que condenar también lo que se hizo» (2011-02-07). Aintzane Ezenarro: «El MLNV no ha hecho un recorrido desde una perspectiva ética» (2011-12-18). Iñigo Urkullu: «los abertzales van a hacer 30 años después lo que ya hicimos muchos: aceptar las reglas del juego» (2011-02-07). Moción del PP en varios ayuntamientos de Vascongadas: «cualquier escenario que no suponga la disolución incondicional de la banda y el rechazo a sus pretensiones políticas sería dar legitimidad a unos medios y fines antidemocráticos» (2011).
El mismo 2011 un intelectual paquistaní, Tariq Ali, en una charla, reaccionaba sorprendido ante todas estas peticiones: «a la izquierda abertzale se le dice: no puedes participar si públicamente no denuncias tu pasado. Me recuerda a la conversión al cristianismo de los moros y los judíos en la Edad Media. ¿Qué tiene que ver esto con nuestro mundo de hoy? ¿Vivimos en el siglo XXI?».
La constante que se esconde detrás de todos estos ejemplos de la historia es la claudicación de la política ante una ética concreta. Es el afán colonizador de la modernidad, del imperialismo y de la inquisición españolas: hay que controlarlo todo, desde las conductas hasta la conciencia. Un Estado, y un sistema, el español, en el que el papel que ha jugado la libertad ha sido nulo. Lo que mueve la política, o cuanto menos su retórica, son el bien y el mal morales. De este modo, conceptos tan cristianos como la culpa y la condena son el leit motiv de la política también en Euskal Herria. La Iglesia católica se convierte en Estado y el Estado se convierte en Iglesia católica.
Ante esta crítica, España, su intelligentsia y sus titiriteros pacifistas suelen agitar la bandera de la Ilustración. Normalmente citan a Voltaire un poco y de pasada, y después ponen a Kant como precursor de sus supuestas ideas ilustradas.
En un texto clásico y archicitado por los intelectuales españoles (sean estos progresistas o no), «Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración?», que nunca han entendido ni quieren entender, el propio Kant subrayaba lo siguiente: «para esa ilustración solo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (...) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres». De la misma manera se nos dice ahora: ¡no razonéis, condenad! ¡No razonéis, pedid perdón!
En la España ilustrada no hay ni ha habido muchas luces. Por eso, la defensa de la Ilustración y sus ideales liberales se plasman en la Constitución de 1812 y en la posterior «revolución» antiilustrada y antiliberal par excellence, antifrancesa, religiosa y retrógrada que en realidad fue madre de la restauración de valores feudales. Cuántas veces esa España vanguardista y avanzada nos habrá acusado a los abertzales de izquierdas de ser contrarios a todo progreso (TAV, infraestructuras, incineración...), retrasados, incivilizados, violentos... en definitiva, de ser españoles sin romanizar.
Es ese mismo espíritu, colonizador, católico y conversor, el que gobierna hoy otra vez, si cabe con más fuerza que nunca. Desde ese espíritu se refieren al pasado y a la lucha armada como «pasado condenable», «pasado que nunca debía haber ocurrido», etc., escondiendo detrás de esos eslóganes un poso religioso, una condena ético-religiosa implícita («la violencia está mal venga de donde venga»: premisa bajo la que tendríamos que quemar todos los libros de Historia, rechazar los Derechos Humanos conseguidos mediante la violencia, etc. ¿Quién condenaría ahora la ejecución de Luis XVI?).
Ante este problema se plantean dos cuestiones fundamentales: 1) ¿deben ir unidas la moral y la política? y 2) ¿qué unión debe darse y con qué moral(es)? Parafraseando a Azurmendi, que analiza este tema en un trabajo publicado en «Euskal Herria: errealitatea eta utopia» (Elkar, 2011), podríamos afirmar que, en principio, el ser humano, en cuanto ético y político, es uno, no dos: por lo tanto, de alguna manera, ética y política están vinculadas. Pero como Max Weber criticó, mezclar la moral con la justicia es una falsa moralización del problema. Su propuesta, al contrario, era basar la convivencia en una moral racional (política), y no dogmática: esto es, no sobre la obediencia a principios absolutos, sino sobre la responsabilidad política.
Sin embargo, aquí se nos impone una moral como condición cívica. No una cualquiera, sino esa misma moral que encendió hogueras, sacó a los moros a patadas y enterró las conciencias en cunetas, esa misma que es requisito indispensable para ser demócrata, y por ende, para poder participar en el circo democrático. Se nos dice (solo a una parte), que ahora es tiempo de arrepentimiento y de perdón: nos lo dicen aquellos mismos que han condecorado a torturadores y liberado asesinos, esos mismos que han torturado y violado en comisarías a miles de vascos y vascas.
Por lo tanto, aquí y ahora, el arrepentimiento y el perdón (algo que debería ser totalmente voluntario, no utilizado políticamente y sujeto a la conciencia de cada víctima), significan conversión y claudicación. Si las condiciones de posibilidad de la política son una moral y una racionalidad concretas, y si se sigue sin aceptar que puede haber morales y racionalidades diferentes, seguiremos inmersos en la misma España violenta, católica, apostólica e inquisitorial de siempre, donde los únicos que cambian, paradójicamente, son los herejes: moros, judíos, brujas, rojos, vascos, abertzales...