«Yo disparé en los ochenta» refleja los gestos de una década implacable
Mariví Ibarrola es una fotoperiodista nacida en Errioxa en 1956. Con el dedo en el disparador, siguió la escena de los ochenta surgida en Donostia y Madrid. Su libro, que prolonga las diferentes exposiciones que ha realizado, recoge 89 instantáneas realizadas entre 1981 y 1989, el periodo, probablemente, más irascible y creativo que ha conocido la música estatal. Un tiempo donde se cruzaron la nueva ola, el pop naif y el punk-rock más descarnado.
Pablo CABEZA | BILBO
Ibarrola fue una de las escasas mujeres (junto a la bilbaina Belén Mijangos) que tomó la cámara para retratar la década musical más coloristas y dinámica de la historia del rock, los ochenta. «`Yo disparé en los ochenta' muestra una colección de 89 fotografías originales de mi archivo, cuyo contenido apunta parte del inicio de mi carrera de fotoperiodista», señala Ibarrola.
Entre Donostia y Madrid (principalmente) y con paradas en muchos de los concursos de video-clips que se celebraron en Gasteiz, Ibarrola mimetizó con su cámara analógica a una buena parte de los grupos más notables o peculiares de la época.
Mariví apunta que no le resultó complejo realizar las fotos, que, en realidad, muchas de aquellas fieras resultaban ser unos «pedazos de pan». Es cierto, la mayoría, en especial los de la movida madrileña, atemorizaban más por sus letras y aspecto que por su proceder. En realidad, donde el fotógrafo se la jugaba era en los festivales, donde los seguidores perdían el control y no respetaban a nadie, si cabe aún menos a quien portara una cámara, ya que se le veía como un elemento ajeno a la tribu y su nihilismo. Además, los seguidores de uno u otro lado -nueva ola/punk-, solían ser bastante machistas, factor, no obstante, que a veces jugaba en favor de la fotógrafa y en perjuicio del fotógrafo.
La cámara era otro de los retos, ya que en la década de los ochenta pocos se podían permitir poseer una marca y modelo puntero, por lo que las dificultades para plasmar las imágenes se multiplicaban. Preferentemente se utilizaba película en blanco y negro (Valca en plan barato e Ilford como cima), por la economía que suponía frente a la diapositiva, muy cara, y el color. Además de ser revelable en casa sin demasiados problemas técnicos, aunque sí de infraestructura. Las imágenes del libro dejan claro todos estos aspectos, además de problemas de conservación y la tardía digitalización. «En un cuarto oscuro, el laboratorio, y con los ojos cerrados, extraía cada rollo de negativo de una lata a granel de 30 metros de film. Un metro escaso de película virgen correspondía a 30 fotogramas aproximadamente, lo enroscaba en un chasis hueco y así obtenía un carrete», detalla Mariví.
Sí, todo el proceso de corte del metro de película y encaje de lo cortado en un chasis vacío (para convertirlo en uno semejante a los que se vendían, pero más caros) había que realizarlo a oscuras o se perdía toda la película o parte de ella. La verdad es que se cerraban los ojos, parecía ayudar a realizar los movimientos, pero lo cierto es que en el cuarto oscuro no podía haber ni el más mínimo hilo de luz.
«Hecho el reportaje, comenzaba el proceso fotoquímico en el laboratorio: previo revelado del negativo, aprendí a saber esperar para finalmente positivar las imágenes. Era el momento más emocionante del asunto, cuando intervenía la química de los líquidos, las aleaciones de la plata, los nitratos, los ácidos, los grados impregnados por la quietud de una luz roja y cuando la imagen latente se descubría, al final, real». Una especie de milagro terrenal que siempre ha maravillado al fotógrafo: introducir en una cubeta una hoja de papel fotográfico en blanco, previamente manipulad0, y esperar a que su imagen oculta comenzase a materializarse. Si todo había sido correcto (mezcla precisa de los líquidos, medición de tiempos precisos...), allí estaba la imagen de aquel día, en aquel lugar a aquella hora.
«Es imposible -matiza Mariví- resumir los acontecimientos que tuvieron lugar en una década tan convulsa como los ochenta. Echando la vista atrás y a modo personal, aprendí fotografía a finales de los setenta con una cámara de 35 milímetros prestada, con todo el proceso analógico que conlleva esa ciencia; los que nos dedicábamos a esto intercambiamos los recursos y los conocimientos».
«Yo disparé en los ochenta» aporta un buen número de fotogramas emocionales, históricos y cargados de nostalgia, además de un severo trabajo. Pero, como apunta Ibarrola, es imposible que un autor pueda abarcar una panorámica tan grande como fueron los ochenta. Parece que Madrid fue el eje de todo, pero Euskal Herria, Asturies o Catalunya resultan imprescindibles para que el eje gire. De hecho, no hubo una provincia ibérica que no aportase algo a la historia.
Variedad
Mariví Ibarrola ha planteado «Yo disparé en los ochenta» como un libro de fotoperiodismo musical, pero las más de 200 páginas con cubierta de cartón duro, no solo han paralizado la vida de músicos: «Aparecen retratados personajes del punk, el rock nacional y alguno internacional en un sinfín de situaciones, conciertos y demás gaitas, pero también paisanos, dibujantes, poetas, periodistas, fotógrafos, escritores, editores, cineastas, pintores, okupas... que llenaron mi agenda en los ochenta, cuando me abría paso en el mundo del periodismo y la comunicación con una herramienta: la fotografía».
El libro incluye una parte final con 89 opiniones al respecto de cada una de las fotografías y su significado.
La parte visual de «Yo disparé en los 80», donde aparece en portada el donostiarra Poch, incluye, en la parte final del libro, un interesante comentario sobre cada foto del libro realizado por un actor/personaje de la época, con lo que se enriquece la propuesta.
Mariví Ibarrola destaca en el libro la libertad que había en los ochenta para «colarse» y poder sacar fotos en cualquier acto, refiriéndose en especial a una imagen de Andy Warhol en Madrid, «que hoy sería imposible por sus cuatro guardaespaldas».
Cabe imaginar que Mariví Ibarrola habrá sopesado más de una noche si las fotos debían de tratarse o no. La apariencia de lo reproducido sugiere que todo ha quedado tal y como estaba en el momento del click, que el retoque digital no se ha producido.
La cuestión puede parecer nimia, pero cuando el resultado final está en juego, cabe sopesar si las correcciones, sin que lleguen a la manipulación, son necesarias para el perfecto acabado del libro.
Hoy en día hay programas (no Photoshop) que rebajan el grano sin apenas perjudicar la imagen. Está claro que la autora ha preferido el grano de la época -producido por disparar con sensibilidades altas ante la falta de luz-, que disimularlo y adecuar la imagen al presente.
También se observan imágenes desenfocadas, incluidas seguramente por su interés, al valorarlo por encima de lo correcto. Numerosas imágenes son víctimas del flashazo, típico de los ochenta al no quedar otra para los medios económicos con los que se contaba.
Rayas, polvo, raspones y demás son testigos asimismo del uso de los negativos y la ausencia de retoque. P. C.