Arantza Santesteban Historiadora
Historias de putas en tercera singular
Mientras no se normalicen y cualifiquen las condiciones laborales de las putas, la prohibición no hará sino profundizar en la estigmatización de estas mujeresEn los desolados patios intramuros, existen tantas historias como personas. En estos días en los que las putas de Barcelona han salido a la calle para reivindicar sus derechos, han asaltado mi memoria relatos de mujeres con las que compartimos horas muertas, impotencias comunes y muchas vueltas al perímetro de cemento y alambrada que delimitaba nuestras vidas. Muy pocas veces ocupan las líneas de los periódicos las historias en primera persona, en singular o en plural, de estas mujeres. Probablemente porque vivimos de espaldas a ellas, porque desconocemos su situación y porque todavía padecemos el peso de la moral cristiana que nos hace juzgarlas desde ese cura conservador que todas y todos llevamos dentro. Yo no puedo contarlo en primera persona del singular, pero osaré hablar de una de tantas, en tercera del singular.
La conocí durante los absurdos paseos circulares con los que se llenan las horas de cautiverio. Era ucraniana, había sido prostituta y estaba presa por robo. Mis oídos de mujer blanca, hija de padres trabajadores -con trabajo- y militante política escucharon por primera vez la dura secuencia de hechos que habían convertido a esta mujer en compañera de los mencionados paseos. Tenía 27 años, llenos de años y días de pobreza, peligro y sobre todo, de supervivencia. Era una de tantas mujeres a las que les prometieron un mundo mejor en esta maldita península. Tuvo que pagar para venir, pagar lo que no tenía, lo pagó con su cuerpo y también con algún resquicio de su alma. El proxeneta de turno la encerró en un club nada más llegar, noche y día, sin poder salir. Contaba que no le daban apenas de comer y que por las noches le quemaban la piel con cigarros, con el fin de aterrorizarla y evitar una posible fuga de aquel lugar.
No era princesa, era una ucraniana más entre un montón de prostitutas, pero un día llegó un cliente y la ayudó a huir. Pudo escapar del prostíbulo para quedar a la intemperie de calle y acabar, al poco tiempo, en el talego. Recuerdo un día en el que su nombre sonó demasiadas veces por la noche. Recuerdo la angustia de oír la puerta metálica de su celda, abriéndose y cerrándose. Recuerdo pasos acelerados, voces azules nerviosas, incapaces de comprender que no había aguantado más. Intentó, fallidamente, ahorcarse con un pedazo de sábana.
Al recorrer las calles de Barcelona en la manifestación del pasado 26 de abril, me acordé de esta historia. Ella encarna las consecuencias de la actual legislación que pretende penalizar la prostitución. Porque mientras no se normalicen y cualifiquen las condiciones laborales de las putas, la prohibición no hará sino profundizar en la estigmatización de estas mujeres. Tal y como dicen en el manifiesto que han publicado, la prohibición ha demostrado ser un instrumento inadecuado para abordar realidades sociales complejas tales como la prostitución. De todas y todos depende abordar la situación de estas mujeres y, asimismo, reconocerlas como parte del sujeto revolucionario que aspira a transformar esta sociedad.