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Crónica | La catedral

Una dolorosa demostración de grandeza

Si es cierto que la grandeza se demuestra en la derrota, nada supera al Athletic. Las pocas dudas que pudiera haber al respecto se despejaron en una noche en la que las lágrimas de desilusión no pudieron con el orgullo de sentirse parte de un club sin igual.

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Amaia U. LASAGABASTER

Pasara lo que pasara, el 9 de mayo era, y será, una fecha grabada en la historia del Athletic. En la oficial, en la que se recoge en libros y vitrinas. Pero, sobre todo, en la memoria de la familia rojiblanca. Son 35 años de espera, la sensación de que el fútbol no había sido capaz de premiar a un club diferente dejándole disfrutar de un título continental, y la convicción de que ese día había llegado. El convencimiento con el que saltaron los once leones al verde en el National Arena Bucarest y, sobre todo, el que embargaba a los miles de aficionados que les acompañaron en directo y desde la lejanía.

Como los 40.000 que se reunieron en San Mamés. No habría habido más fervor si los jugadores rojiblancos hubiesen saltado al césped de la Catedral. Ni más entrega si la Copa aguardase en el palco rojiblanco. Ni más tensión, ni más emoción, ni más fe... Ni mayor disgusto. Los 3.000 kilómetros que separan Bilbo de la capital rumana se redujeron a la nada. Tanto como para creer que cada vez que los Susaeta, Llorente, Iturraspe... -esa alineación que el aficionado canta de memoria, como pasa con los equipos campeones- recibían el balón, sentían también el empuje de los fieles reunidos en San Mamés con tanta intensidad como el que proporcionaron los afortunados que les acompañaron en directo.

Fieles que, como todos los aficionados rojiblancos, habían cumplido con la liturgia de rigor a pies juntillas. Contando, desde que sonó el despertador, las horas que faltaban para que arrancase el encuentro. Engalanando de rojiblanco las escasísimas ventanas y balcones que aún lucían desnudas. No solo en Bilbo. Encaminarse a la capital vizcaina a través de la A8 equivalía a desplazarse en una suerte de alfombra mágica rojiblanca. Coches, motos, camiones, autobuses, grúas... Aunque nada se podía comparar al Botxo. Camisetas, bufandas, banderas, txapelas, ropa interior -que alguno no dudó en enseñar-, motxilas, cinturones, gafas, sudaderas, diademas, tattoos, calcetines, teléfonos... Directora de sucursal bancaria o cajero de supermercado, peinando canas o aún sin destetar, Jonan o Borja Mari... El monopolio del rojiblanco, con permiso del verde, era absoluto, sin excepción.

Qué decir de San Mamés, repleto desde una hora antes de que comenzase el encuentro. Disfrutando de los previos hasta que comenzó el único espectáculo que realmente importaba. Explotando al grito de «Athletic, Athletic» a cada momento. Coreando el himno a pleno pulmón cuando sus futbbolistas saltaron al campo. Disfrutando cada vez que los leones pasaron del centro del campo. Sufriendo cada vez que el Atlético hizo lo mismo. Lamentando los goles de Falcao y llorando el de Diego. Aplaudiendo a rabiar aún con el partido acabado. Enorgulleciénose de pertenecer a una familia sin igual. Demostrando su grandeza aún en el momento más duro. Sabiendo que el 25 de mayo habrá otra oportunidad y que quizá, entonces sí, el fútbol será generoso con el Athletic.

 

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