Udate
Antonioni y Bergman: aniversario de dos genios
El 30 de julio de 2007, dos genios creadores llamados Michelangelo Antonioni e Ingmar Bergman fallecieron a escasas horas de distancia. Las similitudes entre ambos cineastas no se limitan a este mero detalle. Ambos son referentes del cine moderno y, a pesar de que su influencia en las generaciones posteriores resultó ser amplia y extensa, a menudo sus obras no fueron muy bien comprendidas.
Texto: Koldo LANDALUZE Fotografías: GARA
Un mismo día, el 30 de julio de 2007, a escasa distancia de lo que dictaron unas manecillas de reloj, Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni compartieron una última y definitiva escena vital. Cada cual y en su imaginario cinéfilo, tiende a ver al maestro sueco moviendo su última pieza en aquel tablero de ajedrez que un día fue escenario del duelo imposible que enfrentó a un caballero que regresó de las cruzadas y a la Muerte. De esta escena en blanco y negro al color tan solo cabe la distancia de un parpadeo de nuestra retina del recuerdo y mediante ese fundido, unimos la partida de ajedrez que compartieron Max von Sydow y Bengt Ekerot en «El séptimo sello» con la mirada y los labios de Monica Vitti enmarcados en un rojo intenso, un rojo pasional que se escenifica en una ciudad, Rávena, que a ojos de la protagonista se desvanece progresivamente hasta convertirse en un desierto hecho a imagen y semejanza de Michelangelo Antonioni.
Bergman y Antonioni siempre han sido considerados dos referentes del cine moderno, y su influencia en generaciones posteriores de cineastas resulta casi obligada, a pesar de que a menudo, sus discursos eran mostrados como una pesada carga para quienes pretendían o pretenden descubrir el mundo desde el otro lado de una cámara. En este sentido, muchos expertos aseguran que la influencia de Antonioni alcanzó a ser todavía más evidente que la de su par sueco, quien en vida no demostró tener demasiada afinidad con el modelo formal del italiano, y que se resumen en las breves menciones elogiosas que Bergman realizó de «La Noche» y «Blow-Up».
En el año 1958, Antonioni legaría para la posteridad una declaración de principios que, para bien o para mal, le señalaría para siempre: «Yo no trabajo para el público -declaraba en 1958- pero el público está ahí y es el que mira. Soy consciente de que debería esforzarme por hacer un cine menos difícil, pero tengo temor de perder mi sinceridad y mi espontaneidad».
Discurso propio e intrasferible
Antonioni siempre desorientó y sorprendió, sobre todo, a aquellos cuyo conocimiento de las reglas y tradiciones del cine les impedía juzgar y encarar una evolución cuya discreción expresiva revelaba un verdadero carácter, un carácter revolucionario. Ante una incomprensión de esta naturaleza, el cineasta nunca se desalentó ni se desmoronó, simplemente continuó en la misma dirección, en la seguridad, sin duda, de que esa era la forma en que podía llegar a trascender.
El mundo y sus emociones, según Antonioni, comenzó con su primer largometraje, «Crónica de un amor» (1950), donde abordaba una temática paralela a «Obsesión», de Luchino Visconti, y «Muerte de un ciclista», de Juan Antonio Bardem. En las tramas de estos tres filmes se citan amantes, criminales, maridos desconfiados, detectives privados, habitaciones de hotel, automóviles rápidos y otros elementos cotidianos o insólitos de la vida moderna que se entrecruzaban en un melodrama de apariencia rutinaria. Antonioni parecía seguir en esta primera obra el trazo habitual de estos filmes, pero había en cambio una reinvención de la novela policíaca utilizando los resortes de la desdramatización del argumento.
Cineasta de la mujer
Al igual que Ingmar Bergman, Antonioni ha sido definido como «el cineasta de la mujer» porque es ella la que le interesa ante todo, ella es su misterio, sus problemas, su evolución social. Es ella la que casi siempre determina la acción o la orienta. En «Crónica de un amor», es la heroína la que planea el homicidio y maneja a su amante. En «La señora sin camelias» (1953), la mujer está en el centro del drama, presa fascinante para los que la rodean. En «La aventura» (1960), «La noche» (1961) y «El eclipse» (1962), es la protagonista la que está en crisis. Y, en «Las amigas» (1955), Antonioni consagró todo el filme a las mujeres, a la conquista de su independencia material y moral; también en «El grito» (1957), la desesperación de un hombre se ve a través de las mujeres que lo encuentran en el camino de su angustia. «Yo doy mucha importancia a los personajes femeninos -afirmó Antonioni- puesto que creo conocer mejor a las mujeres que a los hombres. Creo que a través de la sicología femenina se puede filtrar mejor la realidad. Ellas son más sinceras, más instintivas».
No podemos olvidar dos obras referenciales de Antonioni, «El desierto rojo» (1964) y «Blow-Up» (1966). El primero fue una interesante transición y el segundo se transformó en una inquietud renovadora de su estilo.
El ojo indiscreto
«El desierto rojo» es la historia de una alienación, de una mujer que se encuentra en las fronteras de la esquizofrenia y el suicidio. La belleza del color, usado por el cineasta por primera vez, y de las imágenes, acaparan buena parte del interés de esta obra, pero no funcionan como un mero resorte decorativo. En esa constante obsesión por renovarse, Antonioni legaría para la posteridad una experiencia innovadora y rupturista titulada «Blow-Up». En este filme, la mirada se transforma en elemento dramático, la mirada es ese ojo indiscreto reconvertido en el objetivo de una cámara. Los protagonistas de este filme no tienen otra existencia que la que se descubre mediante este objetivo y en esta breve singladura vital topamos con las vivencias de un fotógrafo de moda a lo largo de dos días: sus curiosidades, sus relaciones con sus amigos y las mujeres, en especial con la desconocida que lo intriga cuando la descubre en un parque con un hombre en una foto que ha registrado al azar. Las interrogaciones que se suceden a lo largo de «Blow-Up», por supuesto, quedan sin respuesta.
Dolor y sensibilidad
Durante más de tres décadas, Ingmar Bergman se esmeró en cimentar un discurso propio basado en su particular visión del mundo y de las personas, un discurso que evidenciaba pesimismo y dolor. A través de su mirada, descubrimos el hundimiento de las relaciones humanas y gracias al empeño, esmero y la depurada técnica de su obra, su filmografía se enraizó profundamente en la vida y el carácter de la sociedad sueca. Pero Bergman nunca se limitó a querer mostrar una radiografía de su país, todo lo contrario. Utilizó las costumbres y cultura de su tierra para llevar a cabo un discurso universalista que ha trascendido el tiempo y el lugar. Buena culpa de que esto haya ocurrido la tuvo su exquisita sensibilidad.
La tempestuosidad y tormento que emana de su obra siempre ha encontrado muchos detractores porque en ella topamos con un discurso demasiado críptico y sombrío. También hay muchas afirmaciones que los consideran en exceso apocalíptico, muy extremo en sus intenciones. Pero todas las opiniones coinciden en que Bergman es un pilar del medio cinematográfico y todavía hoy son muchas las listas dedicadas a las mejores películas de la Historia del Cine que incluyen tres de sus obras más aclamadas: «Fresas salvajes» (1957), «El séptimo sello» (1957) y «Sonrisas de una noche de verano» (1955). Tres referentes cinéfilos que fueron rodados consecutivamente en menos de tres años.
Liv Ullmann siempre estuvo presente. No fue únicamente su compañera sentimental, fue su musa, su cómplice y fue quien sufrió directamente los accesos furiosos de un genio creador. En el año 2007, durante su estancia en Zinemaldia, tuvimos la oportunidad de compartir con ella recuerdos, sonrisas evocadoras y varias lágrimas mientras rememoraba sus todavía muy recientes capítulos vividos en compañía de Ingmar Bergman. «Él confiaba mucho en mí -afirmaba Ullman-, podría decirse que siempre estábamos de acuerdo. Escribió el guión de `Infiel' para mí y recuerdo que discutimos mucho durante el proceso previo a la filmación. Cuando yo le dije que el personaje del anciano se llamaría Bergman, él mostró su negativa, no le gustó esta idea pero, finalmente, entendió el porqué». Una cuestión inevitable en esta entrevista fue la relación que ambos compartieron. «¡Con su muerte yo no me he quedado huérfana, en ningún sentido -matiza la actriz-. Ese dolor profundo solo les pertenece a sus hijos. Yo lo extraño como mujer y como amiga. Bergman fue muy importante en nuestras vidas, pero no era Dios. Logró que un grupo de personas, un grupo de mujeres y amigos, nos sintiéramos fuertes a su lado. Él nos hacía pensar que todo lo que hacíamos tenía un sentido, y eso era algo maravilloso que no podía quitarnos nadie. Todos necesitamos un maestro, pero un maestro que no nos trate como niños. Y él era de ese tipo. A estas alturas, no puedo separar a la persona del artista, aunque durante muchos años lo intenté. Pero ahora solo soy yo, como puedo. Recuerdo que Ingmar me decía que estamos hechos de una sola pieza y que yo solía responderle que eso no era verdad... pero me temo que tenía razón». K.L.
En su empeño por no quedarse en lo evidente, Bergman apostó por explorar lo imposible. La lucha constante entre la vida y la muerte, su obsesiva duda acerca de la existencia de Dios y la desesperación que provoca en el ser humano el silencio por respuesta a esta cuestión marcan las pautas de una propuesta creativa inteligente y profunda.
Resulta casi imposible resumir en tan corto espacio las grandes joyas legadas por un creador que indagó en el sentido de la vida desde una óptica a veces desconcertante y, en ocasiones, no exenta de un humor que quedaba completamente eclipsado por una angustia existencial que resulta dolorosa. Pero resulta obligado hacer un hueco a obras como «Secretos de un matrimonio» (1973), en la que un matrimonio encarnado por Erland Josephson y Liv Ullmann ponen al descubierto la otra cara de su, en apariencia, feliz vida conyugal. «He escrito este filme -decía Bergman- en tres meses, lo he rodado en cuatro, pero he necesitado una vida entera de experiencias. A cambio, os pido que le consagréis una sola noche de vuestra vida».
En marzo de 1983, anunció que jamás volvería a colocarse detrás de una cámara. «Quiero vivir en paz. Ya no tengo fuerzas, ni sicológica ni físicamente. Y odio tanta publicidad y tanta malicia. Infierno y condenación». Pero hubo más películas -entre las que se incluye un documental sobre su aclamada «Fanny y Alexander» (1982)-, escribió su autobiografía «Linterna mágica» y un libro muy intrigante titulado «Imágenes». Antes de retirarse del mundo y encontrar su refugio definitivo en una isla remota del báltico llamada Faro, rodaría su última película «Saraband» (2003). K.L.