Iñaki Egaña | Historiador
En el corazón de las tinieblas
Aquellos que no son donostiarras están asistiendo perplejos a una especie de combate de boxeo, más teatral que físico, en el que los contrincantes no se dan pausa. La contienda se realiza en el tablado municipal. El árbitro ha suprimido los golpes bajos como susceptibles de amonestación, y los organizadores decidieron, por su cuenta, que los descansos entre asalto y asalto quedaban excluidos. No hay tregua posible.
La extrañeza para quienes siguen el combate desde lejos va perdiendo colorido a medida que nos acercamos al escenario. Una vez en el corazón, en el de las tinieblas, las razones de semejante trifulca acuden sin necesidad de recurrir a alegorías, ni a relatos complicados. No hay un descontrol bélico, ni una dialéctica desbarrada, sino una estrategia de acoso, una defensa visceral de las posiciones que han sido dominantes en la ciudad hasta hace bien poco.
Donostia es una ciudad de matices para sus vecinos. También literarios. Así que tal y como lo hizo Marlow, al descifrar la personalidad de Kurtz en la narración de Joseph Conrad en «El corazón de las tinieblas», me dispongo a aportar algunas claves de este monumental combate. Personales, como siempre.
Las elecciones municipales de mayo de 2011 provocaron un terremoto de magnitud aún indeterminada en la capital de Gipuzkoa. Ha pasado un año desde entonces y es pronto para intuir la profundidad del cambio. Si es que se ha dado. La inesperada derrota del socialista Odón Elorza, alcalde perpetuo al estilo de Grenet en Baiona, provocó otra serie de pequeñas y grandes replicas del terremoto principal. La primera, en su casa.
No se había acostado aún el sol dos veces cuando Odón fue repudiado en su propio partido, el de la calle con nombre de sanguinario, Prim. Las condiciones que había puesto para la campaña no habían sido del agrado de su gran contrincante interno, Ernesto Gasco. La derrota de Elorza fue su venganza.
Gasco Gonzalo era y es un hombre de una gran ambición. La Ley de Partidos le permitió abandonar el Ayuntamiento donostiarra, donde había estado cuatro legislaturas a la sombra de Odón Elorza. Fue diputado en las Cortes madrileñas por dos años. Volvió para ser viceconsejero de Transportes de Patxi López y enchufó a su marido en la Consejería, dirigiendo la meteorología que, de la noche a la mañana, encontró fronteras para nubes y vientos en Nafarroa y al norte del Bidasoa. Aquello, aunque reciente, ya es historia.
A pesar de su ambición y su colocación (toda una vida de profesional en la política, es decir, la misma como fin y no como medio), no pudo con Odón. El exalcalde lo relegó al fondo de su lista en las previas a las municipales. El décimo.
No salió elegido. Cuando llegó la venganza, Gasco desterró a Elorza, se aupó hasta la cima y se proclamó alcalde. En unas horas echó por tierra, junto a la soberbia del derrotado, 20 años de «trayectoria socialista» en la ciudad. No obtuvo, sin embargo, los votos para la alcaldía. Luego fue portavoz, ensombreciendo a Enrique Ramos, el titular, y a Denis Itxaso, el delfín del exalcalde. Repitió lo que Odón Elorza había hecho con él. Pero, al parecer, desde una posición más débil.
Fueron unos días convulsos. Asistimos a una carrera pública de protagonismo vergonzante. ¿Cómo explicarlo? Quizás volviendo a las metáforas literarias. Gasco parecía el señor Kurtz de Joseph Conrad. O lo que es lo mismo, el coronel Walter Kurtz del cineasta Coppola. Ambiciones y chifladuras. Y un desprecio absoluto por su contrincante (en este caso político). Primero en su casa y luego en el exterior.
Y en el exterior, Gasco ha recuperado un tono en la política municipal donostiarra que, precisamente y a pesar de otras críticas (y de hecho se las hice en aquel artículo «Bildukistán»), intentó desterrar su compañero Odón Elorza. Ha elevado el tono de la conversación y ha llevado al enfrentamiento cualquier tema, grande o pequeño. Ha recogido estilos que habíamos olvidado. Lo soez e inmediato como hábito.
Y la política como espectáculo. La descalificación del otro, la construcción del enemigo. La conversión de los plenos en tertulias televisivas, al estilo de las cadenas generalistas. Vociferando, abriendo la ventana y lanzando una saeta al universo, como si las calles donostiarras fueran una más de las sevillanas de Triana. Españolizando la capital más euskaldun de las siete vascas.
U na lista de las excentricidades del Señor Kurtz nos provocaría más de una sonrisa. Pero las reflexiones de Conrad iban más allá de la anécdota. Todo un sistema de dominio, de entender la sociedad, de las propias relaciones con los autóctonos, la sumisión, la conformación de las redes comunitarias (o su desprecio por ellas). Una apuesta por la metrópoli, una definición cercana a la de un reyezuelo (jauntxo) medieval.
Gasco Gonzalo ejerce su oposición desde el Gobierno Vasco y desde el propio Ayuntamiento donostiarra. Juega con cartas marcadas. Ha cristianizado el topo en metro, a cambio de una inversión millonaria. Se ha convertido en el portavoz oficial y oficioso de quienes han descubierto, de inmediato, que el fondo de la confrontación de este país no era, precisamente, el uso o no de la violencia política, sino de proyectos políticos.
Ha descubierto, de pronto, que se ubica en el limbo de los que no son ni derecha ni izquierda, ni chicha ni limonada. Son «profesionales», serviles de quienes han tenido el poder en la ciudad en los últimos 75 años. Especuladores, constructores, aduladores del dinero, caballos de Troya de la españolidad rancia y nobiliaria.
Y entre ellos, entre los que han tenido las claves del dominio, sacando la cabeza y destacando con un descaro que a veces me asombra por la apuesta tan reaccionaria que predica, una de las joyas de la corona del grupo Vocento. Esta joya, precisamente, ejerce de unificador de todos esos grupos de presión. Convirtiéndose en el lobby por excelencia.
No es mi intención hacerle propaganda, pero no puedo menos que citar su tono mesiánico, el del medio. Su «deber patrio» para defender los valores tradicionales. Los que mantienen este injusto estado de cosas. Un medio eterno, como dijo su consejero delegado hace bien poco, aludiendo a la crisis en la que está inmerso (su acción en bolsa vale menos que el precio de venta al público del diario).
El mismo medio que se ofreció a los rebeldes fascistas para la limpieza étnica y política de la ciudad en liza. El mismo que aduló hasta el vómito al dictador durante 40 años. El mismo que hace solo unos días realizaba un despliegue mediático bochornoso sobre una de las mayores fortunas europeas, la de la llamada duquesa de Alba, terrateniente y explotadora, insulto andante. A la que servilmente «humanizó». Los ricos también lloran.
Ese medio ha sido precisamente el ariete para aupar a Gasco a la cabeza de la oposición no solo de un Ayuntamiento, sino también de un modo de entender la política y la participación ciudadana en la rex publica. Necesita retornar al pasado para vivir en la comodidad del presente.
Gasco, que no fue elegido en las elecciones municipales de 2011, que no es portavoz oficial de su partido en el Ayuntamiento donostiarra, que cobra del Gobierno Vasco un sueldo que con la dietas municipales se eleva por encima del de la mayoría de nosotros, ha sido designado el «ariete contra el mal». Lo ha sido por interés propio y de Vocento, paradigma de lo viejo y del poder absoluto. El elegido.
Donostia ha sido, históricamente, una ciudad con dos almas. En la Belle Epoque eran dos orillas urbanas. Hoy, una de ellas se encuentra en tareas de Gobierno. No es sencillo hacerlo después de tres legislaturas sin representación en el Ayuntamiento de un sector importante de vecinos. No es sencillo hacerlo después de 50 años de violencia política, de muertos, torturados, presos, exiliados y escoltas.
El equipo de Gobierno donostiarra ha revelado una y otra vez su voluntad de rebajar la tensión y de reconstruir la sociedad en unos parámetros bien diferentes a los que se ha edificado en las últimas décadas. De echar puentes entre las dos orillas históricas. Como declaración de intenciones tiene su interés y habrá que seguir las pautas de ese camino.
Hay, sin embargo, quien quiere perpetuar la historia. Lo dijo Conrad a través de Kurtz: «Hay una fascinación de lo degradante». Y hoy, lo degradante parece estratégico para los viejos lobos. Y su lobby.