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Antonio ÁLVAREZ-SOLÍS | Periodista

Simplifiquemos

«Radicalmente falso, clamorosamente engañoso que el dinero sea escaso», afirma el veterano periodista, que duda de que un sistema que llegado a la depredación sea capaz de regenerarse. Defiende que todo lo que se oponga o trate de oponerse a ese sistema es justo y cita la «falacia de la composición» de Paul Samuelson como una ecuación válida para entender su perversión. Salta del siglo XV hasta nuestros días con la vista puesta en la postura que ha de tomarse frente al poder, en la fuerza que la calle debe ejercer para su justa liberación.

Simplifiquemos. Es radicalmente falso, clamorosamente engañoso que el dinero sea escaso y por ello esté en dificultades. Hay dinero de sobra. El mundo está repleto de dinero, pero de un dinero vacío de toda moral, carente de toda ética, horro de sentido social. O los ciudadanos nos apuntamos a esta convicción razonable y justa o los tiburones devorarán la vida que queda hasta perecer ellos mismos en la gran tragedia de la especulación. Es así de simple.

Durante muchos años dedicado a la lectura de la historia económica, jamás he dado con un sistema que llegado a la depredación sea capaz de regenerarse a sí mismo. El final de esos sistemas es la sangre, el terror, el hambre, la desesperación. O aceptamos la recurrencia de los movimientos populares para hacer frente a los dominadores y evitar que la tragedia nos lleve al infierno o el erial humano crecerá hasta componer un ruinoso paisaje de oasis habitado por tribus inertes en lo espiritual y miserables en lo material. Nada tienen de aprovechable los sermones de los dirigentes ni los ritos de sus miserables sacerdotes. Los Estados son, una vez más, la ciudadela armada que vigila un exterior deprimido y explotado.

Todo lo que se oponga a ese sistema de crueldades es, pues, justo. Todo lo que trate, aunque lo haga con equivocaciones, de suprimir al monstruo es justo. Porque es justo pretender la vida cerrando como sea el fenomenal matadero en que gobiernos, parlamentos, organismos y saberes adulterados por el crimen han convertido a las masas que han perdido el horizonte vital, oscurecido por una polvorienta y suicida sucesión de engaños miserables.

Todo esto que escribo ¿es simplemente un fruto de la impotencia? ¿Constituye el grito declarado aviesamente irrazonable y apocalíptico de un predicador envenenado por el alucinógeno cornezuelo del pan pobre del centeno, como le sucedió al trastornado -no sé realmente si lo estaba- Girolano Savonarola, el dominico republicano que levantaba a las masas miserables en la Florencia del siglo XV? No creo que el fraile estuviera loco si tenemos en cuenta que era diario testigo del frío despotismo de los comerciantes Médicis y de los soberbios papas Borgia. La historia hay que tenerla siempre muy en cuenta por su tozudez en regresar aunque lo haga con empleo de los más diversos disfraces. Locos han sido siempre, a juicio del poder despótico, los que han intentado disolver, con todas las tachas que quepa ponerles en su empresa, ese poder miserable. Loco fue declarado Cristo por los sacerdotes hebreos; por loco tienen a Marx muchos trabajadores actuales envenenados por quienes les extorsionan; loco parecía Freud cuando descubrió que en el fondo del hombre actuaba dañinamente el cúmulo de ataduras que acaban fabricando la infelicidad humana. Sólo la sumisión del pobre es tenida en cuenta por el poder como prueba de una mente razonable.

Mas dejemos estas cavilaciones de calendario zaragozano. Lo realmente importante es que nos enfrentamos a un muro de saberes viles que nos han llevado a la sangre y la confusión. El mundo posee mares inmensos de dinero y, con él, de posibilidades. Pero ese dinero ha de ser invertido en la producción del bienestar general para que las masas cobren conciencia de si mismas y no permitan las razias de los depredadores.

Un mundo más igualitario elevaría sobre el horizonte otro sol distinto. Todo esto no es literatura. La apellidan de tal quienes subyugados por el poder acopian el dinero que habría de constituir el arma de la liberación popular. Esos miserables pretenciosos dominan todos los medios de comunicación y enseñanza que nos hablan de la felicidad de los individuos o aún de los pueblos que gozan la jerarquía inicua de su orden para crear una fachada de luces con la energía robada a la inmensa mayoría desposeída. Este pobre loco que les escribe conoce todo esto mediante casi un siglo de vida sentado en la platea de un teatro cada vez más poblado de puros decorados de felicidad hechos con cartón piedra.

No, no es verdad que falte dinero y que sólo mediante su acumulación en escasas manos ese dinero llega a ser creador de progreso. Ante todo, ¿en que consiste el progreso si reflexionamos sobre el mismo en un planeta donde el ochenta por ciento de su población malvive física y moralmente? ¿Es progreso lo que suscita que acabe como está acabando la sociedad actual? Cada cual haga sus cuentas y proceda en consecuencia. Sólo una cosa hay que añadir a esta invitación al pensamiento libre: que no basta con pensar en la injusticia que se sufre si a ello no se le añade la voluntad de expulsar a los Médicis del gobierno de Florencia, como logró el dominico loco que abastecía de Aristóteles su cabeza y de fuerza su voluntad.

El que no quiera aceptar este sencillo proceder de defensa que clame todos los días ante el muro de las lamentaciones en que se escribe, ya desbordadamente, la prima de los préstamos y la literatura económica de la confusión. Del muro de las lamentaciones no se extrae más que una especie de singular bombín y unas coletas cosidas al sombrero mientras se espera la llegada del Mesías convertido en el gran banquero celestial.

De las ecuaciones económicas creo en pocas, sobre todo en la actualidad, pero hay una que me parece indiscutible, así la sencilla y simple con que se ilustran las primeras páginas del tratado de Paul Samuelson para exponer que debemos elegir entre cañones y mantequilla. Samuelson enunció -en su «falacia de la composición»- algunos principios que resultan muy sugestivos en el momento presente y que desnudan la incorrección de la actual mecánica teórica que nos ha llevado al desastre que vivimos. Dice Samuelson, entre otras cosas, que «un solo obrero parado, si tiene habilidad para buscar empleo y está dispuesto a trabajar por menos salario, puede resolver su problema personal del paro, pero el conjunto de todos ellos no podrá resolver la cuestión del mismo modo». Añade el maestro: «El alza de los precios fijados por un determinado sector de la economía -nota propia: pongamos el de las energías- puede beneficiar a los miembros del mismo, pero si suben también, en la misma proporción, los precios de todo lo que ellos han de comprar y vender, ninguno resultará beneficiado».

Al llegar aquí me pregunto si el aumento de la fabricación de cañones no tendrá algo que ver con la conquista de las fuentes energéticas y la sujeción de precio de las materias primas. Añadamos ahora simplemente otro principio contenido en la «falacia de composición»: «Los intentos individuales -añado, dado el momento: y los intentos colectivos por parte de los estados- por ahorrar más en épocas de depresión pueden hacer que disminuya el total de los ahorros colectivos». Recordemos también a Keynes.

He citado a Paul Samuelson, al que admiraba Joseph Schumpeter, para protegerme de los dicterios que supongo me dedicarán con desprecio algunos expertos a la violeta por echar mano a la par de la figura de Girolano Savonarola para protestar revolucionariamente de los males que sufrimos, pero estos apareamientos revelan una secreta confluencia de todos los caminos que van a Roma. La humanidad suele abundar en estas confluencias que los poderosos tratan de presentar, cuando topan con ellas, de la locura que, según los tales, representa mezclar figuras de tan diverso origen y diferente vida.

Pero de lo que se trata, en definitivas cuentas, es de hablar de la postura que ha de adoptarse frente al poder cuando ese poder se vuelve perverso. En tal sentido, me he permitido pasar del siglo XV al XX y al XXI para imaginar la fuerza que debiera ejercer la calle con vistas a su justa liberación frente a situaciones igualmente perversas. Laus deo.

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