El último peatón
Un mapa de groenlandia en la espalda
Patxi IRURZUN
La vida en ocasiones es una perra verde que muerde los tobillos de los peatones y nos hace desviarnos del buen camino, ese que se traza acompasando las pisadas con los latidos de nuestro corazón. Por ejemplo, yo una vez estuve a punto de convertirme en agente del CESID. Fue uno de los momentos más extraños de mi vida. Todo empezó con un anuncio del periódico. Era poco después del 2000 (ya sabéis, esa fecha en la que de pequeños imaginábamos que comeríamos cápsulas con sabor a ajoarriero y que iríamos al trabajo en naves voladoras) y yo estaba en paro y embarazado y era una excepción (por lo primero, en cuanto a lo segundo la que técnicamente estaba embarazada era mi novia), una anomalía social, pues por aquella época prodigiosa todo el mundo menos yo pagaba alegremente dos hipotecas, se compraba monovolúmenes y salía de pinchos entresemana; todo el mundo, en definitiva, vivía por encima de sus posibilidades, o al menos eso dicen ahora consejeras, ministros y portavoces, para luego añadir que todos tenemos nuestra parte de responsabilidad en la crisis; eso también lo dijo Felipe de Borbón hace unas semanas, que somos o éramos unos gastones, que la crisis es o era doméstica y domésticamente se solucionaba, apretándose el cinturón, y que qué va ser esto, hombre, todo quisqui viviendo a cuerpo de rey…
El caso es que mientras se ataban los perros con txistorras de Larrasoaña yo, un precursor, un adelantado a los tiempos, un profeta de la crisis, no conseguía buscarme un trabajo, ni siquiera pateándome todas las ETT y demás agencias de esclavos, ni husmeando entre tangas y oráculos en las páginas de los periódicos para ver si salía algún anuncio de trabajo que me quitara de pobre y de plebeyo. «Se buscan licenciados en humanidades para estudio social», leí en una de aquellas batidas. Y decidí postularme para el puesto. Era perfecto para mí y ni siquiera tenía que disimular las máculas de mi «ridiculum vitae», mis casillas en blanco en los apartados «Servicio militar», «Inglés» o «Carnet de conducir». Yo era un bicho raro, había nacido para tumbarme bajo el microscopio de un sociólogo. Efectivamente, no tardaron en llamarme. Me citaron en un edificio singular, lleno de oficinas en sus bajos y una piscina en la azotea, y salió a recibirme un tío guay, de esos que te aprietan la mano con fuerza y sonríen de tal modo que tú te preguntas si has coincidido con él en alguna noche psicotropical y llena de lagunas. Después comenzó a hablar, no paraba de hablar pero no decía nada, usó algún sinónimo de tapadera (¿Fundación? ¿Corporación?...), añadió que estaban llevando a cabo un macroestudio sobre movimientos sociales, y finalmente lo dejó caer: buscaban a personas que pudieran recabar información sobre oenegés, grupos antimilitaristas, «ecoterroristas», se iba animando, y yo, que siempre he sido muy cuco, comencé a sospechar algo. Él creo que se dio cuenta, pero era un hombre de recursos, y entonces lo hizo, hizo aquello que convirtió ese momento en uno de los más extraños de mi vida, que traspasó la línea que separaba una entrevista de trabajo para alguien sin muchos escrúpulos, en las que todos alguna vez hemos caído (comerciales a puerta fría, negocios piramidales, cultivo de champiñones en la bañera) de un asunto turbio y peligroso: el tipo deslizó un billete de cincuenta euros por la mesa y me dijo «Cógelo». Yo sentí que el mapa de Groenlandia se dibujaba en mi espalda y negué hasta tres veces, mientras veía cómo a la sonrisa de su boca, una cicatriz marcada durante un curso de persuasión en alguna academia militar, se le saltaban los puntos. Su mente no admitía la idea de que yo, un muerto de hambre, un embarazado, pudiera rechazar el dinero. No, yo debía coger la pasta, estrechar fuerte su mano y, ahora que también era un guay, subir con él a la piscina de la azotea a que me explicara los detalles de mi nuevo trabajo. Pero en lugar de eso me puse en pie y salí de aquella oficina con el corazón palpitando en las suelas de mis zapatillas, mientras a mis espaldas oía decir: «Ya te llamaremos, cuando te lo pienses mejor».
Nunca lo había contado. Siempre me ha dado algo de lacha, o he pensado que nadie me creería, o yo no sabría cómo explicarlo. Sigo sin saber muy bien qué fue todo aquello, quién era aquel individuo, cuántos pañales habría podido comprar con su dinero, dónde estaría yo ahora si hubiera cogido el billete o el teléfono que no dejó de sonar en los días siguientes. No lo sé. Lo único que sé es que mi corazón pateó a la perra verde en el hocico y seguí mi camino. Eso, y que la vida a veces es muy rara. Más rara que un cuto a cuadros.