CRíTICA: «Amor bajo el espino blanco»
La inocencia en una China convulsa y cambiante
Mikel INSAUSTI
El público occidental ya no ve el cine chino con los mismos ojos que en la década de los 90, cuando las películas de Zhang Yimou nos abrían una ventana a un mundo hasta entonces practicamente desconocido. De haberse realizado «Amor bajo el espino blanco» en aquella época su recepción no sería tan fría como lo es hoy, pero la emoción visual que transmite me resulta comparable a la de los trabajos que entonces le consagraron en los festivales europeos. Por mi parte, sólo puedo decir que es la que más me ha hecho llorar de todas sus realizaciones, aunque tal baremo no tenga nada de científico y sí mucho de puramente sentimental.
«Amor bajo el espino blanco» no engaña con su poético título, que responde fielmente al contenido de una bella pero dolorosa tragedia romántica. Está hecha del mismo material que los grandes clásicos del género como «Breve encuentro» o «Los puentes de Madison», lo que la convierte dentro del panorama actual de ñoño romanticismo adolescente dominado por el fenómeno Moccia o la saga «Crepúsculo», en una significada obra a contracorriente.
En primer lugar hay que rendirse ante la visión que tiene Yimou para descubrir a sus heroínas, añadiendo a la lista de las Gong Li o Zhang Ziyi a una sorprendente Zhou Dongyu, una chica sin experiencia previa alguna. La inocencia de su personaje nunca resulta forzada y es una maravilla la naturalidad con que se desenvuelve, tanto en las escenas en que aparece risueña y esperanzada, como en las que está consumida por el dolor. El número musical de propaganda maoista que protagoniza es de los que enamoran, y así se muestra de encandilado su compañero de reparto. Se desvive por ella, mediante detalles inolvidables, pequeños regalos a través de los cuáles expresa su pasión oculta a los ojos de los demás. Primero es una pluma estilográfica, luego un uniforme deportivo escolar y, por último, unas botas para el campo de trabajo como reeducación dentro de la Revolución Cultural. Uno ya está rendido a tan candorosa relación, cuando llega el guiño clandestino a «E.T.», con ella montada en la parte delantera de la bicicleta de él, cubriendo su rostro con una prenda.