El cuarto premio Donostia es para John Travolta, mito viviente de los años 70
Mikel INSAUSTI
Travolta nunca ha podido llevar a una vida de actor al uso, debido a que sus propios compatriotas lo ven como un rostro popular, de esos que ocupan a diario las páginas de la prensa sensacionalista. Para su desgracia, y a pesar de que tiene en marcha varios proyectos cinematográficos de los que se debería estar hablando, es citado en las revistas de la semana por motivos bien distintos. El último chisme es que Kelly Preston va a romper con él, tras la publicación de unas fotos en las que aparece travestido y no precisamente para ningún rodaje. Toda esta rumorología se ha venido a sumar a las denuncias por acoso sexual interpuestas por varios hombres.
Al margen de los ataques a su intimidad y a su condición sexual, se publican todo tipo de fotos robadas con comentarios sobre su estado físico, sobre si ha subido de peso o sobre si se está quedando calvo. Cierto es que Nicolas Cage o Al Pacino son ridiculizados por hacerse injertos capilares, pero cuando se refieren a Travolta ya no hay ningún miramiento y el insulto aflora con mayor facilidad.
La proliferación del maltrato mediático a Travolta es un fenómeno más bien reciente, que a mi modo de ver se inició en el 2000, cuando la estrella estrena «Campo de batalla: la tierra». Ahí ya le perdieron el respeto, una vez que hizo el mayor de los ridículos al promocionar como productor una película de propaganda de la Iglesia de la Cienciología, secta a la que pertenece. La crítica masacró la adaptación de una novela del fundador de la misma, el charlatán y gran embaucador L. Ron Hubbard. Aunque se trataba de toda una superproducción, también fracasó en taquilla y el público se mofó de la caracterización futurista de un Travolta, cuyo disfraz era más propio del Carnaval de Río.
El propio interesado echó por tierra la revalorización de su mito discotequero, conseguida seis años antes por Quentin Tarantino con «Pulp Fiction», donde la imagen retro del protagonista de «Fiebre del sábado noche» y «Grease» era reinventada en la famosa escena del baile con Uma Thurman. Un paso atrás, que le devolvía otra vez al casposo escenario de «Staying Alive», la olvidada e imperdonable secuela del primer título que en la década posterior había dirigido Sylvester Stallone.
Es posible que Travolta haya querido romper con el encasillamiento, refugiándose en una espiritualidad tan artificiosa como el Hollywood en el que vive. Su empeño en hacer papeles de ser angelical -en «Michael» hasta le salieron alas- se corresponde con su pasión por volar. En cierta medida sigue desempeñando el papel que más le marcó en sus inicios, el de «El chico de la burbuja de plástico», aislándose en su mansión de Jumbolair, en Florida, donde tiene una pista de despegue y aterrizaje privada, además del hangar en el que guarda los aviones de su millonaria colección.
No se sabe lo que pasará con su nueva película sobre el clan mafioso Gotti, donde aprovecha la condición italoamericana para aparecer junto a su familia, actuando con su mujer Kelly Preston y su hija Ella Blue Travolta. Porque, mirado desde el punto de vista promocional, el proyecto quería ofrecer una apariencia de unidad familiar que tal vez haya quedado definitivamente resquebrajada.
No obstante, la gente que está en el negocio, que es la que retrataba «Cómo conquistar Hollywood», sabe muy bien que una sola película, en un momento determinado, puede ayudar a cambiar el sino de un famoso que hace cine y está en boca de todos. Tampoco tengo claro si el trabajar a las órdenes de Oliver Stone en un thriller violento como «Salvajes» es una buena publicidad. Nunca se sabe, y ahí queda pendiente su duelo con Robert De Niro, otro actor venido a menos, en la próxima «Killing Season». A lo mejor ambos salen reforzados de la guerra «cuerpo a cuerpo» que les enfrenta en la ficción. Son actores cuya cotización fluctúa más que las acciones de bolsa o el euribor.