Jon Odriozola | Periodista
Alunizajes alucinantes
Acá mi mal terminal: no creo en la versión del 11-S, ni que mataran a Bin Laden en Pakistán ni, ahora, en esto del hombre en la Luna, que no dudo se conseguirá, pero no entonces, en plena guerra fría y con Nixon de presidente: ¿es grave,doctor?
En el rosicler de mi potra vida, un melodrama, me preocupa el talud conspiranoico y pirrónico que estoy adoptando como si me aquejara un alzheimer galopante. Me la pasé casi siempre nadando contracorriente, pero no por sistema o gusto. No me lamo las heridas ni las exhibo. Simplemente, como decía aquel, jódete y baila, toda una filosofía.
Hace unos días, como saben, falleció Neil Armstrong, el primer astronauta en pisar la Luna. O eso dicen. Fue en julio de 1969. Eso dicen. Tenía yo, entonces, 14 años recién cumplidos y estaba en una fábrica de harinas ubicada entre Pampliega (tumba de Wamba) y Los Balbases, modestos y bellos pueblos burgaleses, donde fui feliz, rodeado de choperas, canales y ríos, eras y parvas, cangrejos y barbos, campesinos sabios, almanaques y revistas de la época (franquista), esa placidez que tanto añora Mayor Oreja, olor a salvado y a harina y a pan de hogaza, café negro, sirenas de tren de mercancías, manantiales naturales, caminos polvorientos, sendas angostas, serrerías, vaquerías, tebeos de Superman, sacos de trigo, carretillas, cobertizos, todo muy machadiano, me veo, digo, a mí mismo en la sala de estar de la casa de la unidad económica semiautárquica que era aquella fábrica de harinas (que acabó incendiada) arcádica que dirigían los Elua (de origen vasco y vencedores en la guerra civil), una historia parecida a los Aureliano Buendía de García Márquez, aunque yo ya conocía el hielo, ví, de noche, en la única tele blanquinegra que arremolinó a las fuerzas vivas de aquel falansterio,la llegada del hombre a la Luna. Era consciente del evento, pero no le metí épica, la edad. Habría en aquel salón-comedor, grande y feudal, unas catorce o quince personas, la mayoría gente mayor y copropietaria. Todos expectantes, pero callados, impertérritos, sin rictus ni babas, sólo ojos. Todos creyeron lo que vieron. A eso coadyuvó el emotivo locutor. Nadie discutió. No hubo oveja negra. Habría sido como mantener que la Tierra era plana: absurdo. Si acaso alguno pensó que, mire usted, como que no, calló. Las imágenes estaban ahí, lo estábamos viendo «con nuestros propios ojos». Lo daba la tele y la imagen vale más que mil palabras.
De vuelta a casa, en Barakaldo, mi abuela materna me dice: «Juani (yo me llamo Juan Ignacio), todo eso de la Luna es mentira». Y yo, riéndome: «que no, abuela, que es verdad». Fue maestra en su pueblo, Sopuerta. Y socialista, como todos sus hermanos. Pero incrédula. ¿Era mi abuela astrofísica? No. ¿Lo era yo? Menos. ¿Habló mi abuela de la bandera gringa que ondea en la Luna donde no hay atmósfera ni, por lo tanto, viento, de la ausencia de estrellas en el cielo, de sombras imposibles, de un montaje en un plató dirigido por Stanley Kubrick? No, se colmó la broma.
Acá mi mal terminal: no creo en la versión del 11-S, ni que mataran a Bin Laden en Pakistán (llevaba años muerto de una insuficiencia renal) ni, ahora, en esto del hombre en la Luna, que no dudo se conseguirá, pero no entonces, en plena guerra fría y con Nixon de presidente (y Donald Rumsfeld de asesor, y Kissinger y A. Haig): ¿es grave,doctor? Armstrong jamás habló de su «hazaña». Que me perdone mi admirado Javier Armentia por magufo.