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Novelas sensitivas: cuando captamos los aromas y texturas de las palabras

El éxito literario de novelas recientes como «El sabor de las pepitas de manzana» (Maeva), de Katharina Hagena, y «La casa de aromas sagrados» (MR), de Shilpa Agarwal, nos redescubren el encanto de las llamadas «novelas sensitivas», donde el protagonismo esencial lo adquieren sus aromas, sabores, sombras, texturas, sonidos o colores.

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Koldo LANDALUZE

El sabor de las pepitas de manzana» de Katharina Hagena llegó a nuestras librerías avalada por el millón de ejemplares que había vendido en Alemania, los 250.000 que cosechó en el Estado francés y tras haber sido traducida a 24 lenguas. Un fenómeno literario firmado por una licenciada en Literatura alemana e inglesa, que ha impartido clases en la Universidad de Hamburgo, ha trabajado para el Trinity College de Dublín y a la que le apasiona la literatura infantil -ha publicado varios libros para niños- y la obra de de James Joyce -es autora de varios tratados basados en la obra del autor de «Ulises»-. Según señalan varios críticos, uno de los grandes valores de su primera novela radica en que, más que una lectura, «El sabor de las pepitas de manzana» se transforma en un lugar en el que el lector entra y se queda a vivir durante un tiempo.

La trama se inicia en cuanto su protagonista, una joven bibliotecaria llamada Iris Berger, retorna a la aldea familiar del norte de Alemania para asistir al funeral de su abuela. En esta escenografía, descubrirá un nuevo espacio, algo novedoso para ella cuando, a resultas del testamento, se convierta en la propietaria de la casa familiar. El reencuentro con sus primeras amistades de la infancia y, sobre todo, el aroma a manzanas agrias y la fragancia omnipresente que emana de un jardín, dan forma definitiva al engranaje dramático de esta crónica vital sazonada con secretos familiares.

Al igual que ocurre en la tradición de la novela latinoamericana que coquetea con el «realismo mágico», topamos con elementos simbólicos; el misterio de la muerte de Anna, la hermana de su abuela. Un episodio que pervive a través del tiempo porque tras su muerte, las grosellas se tornaron blancas.

El siguiente ejemplo de «novela sensitiva» nos recuerda las diferencias que se asoman en cuanto afilamos nuestro olfato en una cultura completamente diferente. Frente a los sabores agridulces pero no extremos de los frutales y las confituras de grosellas que utiliza la alemana Katharina Hagena, topamos con la explosión aromática de oriente que utiliza la india Shilpa Agarwal en «La casa de aromas sagrados». En esta su también primera novela, Agarwal condimenta el recorrido vital de una joven de 13 años que comparte techo junto a su abuela Maji y debe afrontar la ausencia de la trágica muerte de su madre.

Al igual que en muchas «novelas sensitivas», el factor «secreto» adquiere una importancia muy relevante dentro del engranaje dramático. En este caso, se trata de un jardín tropical en el que los aromas imperantes pertenecen a los mangos, el sándalo y el comino. Los sabores que bullen en los fogones del cocinero Kanj y los aromas que dictan el tempo de los mantras, condimentan el entramado de una propuesta literaria que, al igual que «El sabor de las pepitas de manzana», permiten al lector adentrarse en un modelo socio-cultural que a pesar de sus diferencias, apuestan por el poder y encanto sensorial de los aromas.

«En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales... Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios...». En este universo de olores extremos nació, creció y asesinó Jean-Baptiste Grenouille, el inquietante protagonista de la exitosa novela del alemán Patrick Süskind «El perfume»; quintaesencia de la novela sensitiva y un éxito editorial que todavía hoy continúa sorprendiendo.

En la mente de más de un lector y crítico prevalece una pregunta relacionada con esta pequeña obra que no supera las 237 páginas y que, desde su publicación en el año 1985, continúa figurando en los encabezamientos de preferencias literarias de multitud de lectores: el por qué de su encanto.

Si nos atenemos a su subtítulo -«Historia de un asesino»- parece que topamos con una novela de corte policíaco y, si nos fijamos en la conducta criminal del asesino en serie que la protagoniza, da la sensación que estamos ante una novela de terror. Todo ello, unido a un discurso en el que prevalece un progresivo desprecio al ser humano, un humor que resulta tan corrosivo como sardónico y, sobre todo, la apuesta por delegar en el lector la capacidad de oler la infinidad de aromas que pueblan la novela, dan como resultado este combinado alquímico cuya originalidad radica en la constante presencia obsesiva del aroma.

Dentro de la escala sensitiva, la cultura occidental siempre ha catalogado al olfato como un sentido de «segunda división», muy por debajo del tacto y el gusto. Por ello, resulta interesante redescubrir este fenómeno literario a través del cual seguimos de cerca la etapa vital de un hombre que no olía a nada en absoluto, que no emitía ningún olor, pero que era capaz de percibir y diferenciar cualquier aroma por muy tenue o distante que este fuera.

El despreciable Jean-Baptiste Grenouille está a punto de no protagonizar «El perfume» porque casi muere al nacer entre pescados podridos y basuras. Crece de milagro al cuidado de nodrizas mercenarias. El amor, el afecto, la belleza, no entran en su escala de valores. Carece de inteligencia y sensación humana, únicamente cuenta con su sentido olfativo, y se transforma en un implacable cazador de aromas que va dejando tras de sí y sin tener consciencia de ello, un rastro de muerte, hasta que configura su destino al percibir en medio de la multitud «el indicio» de una fragancia, que jamás había olfateado antes. Con desespero y anhelo busca esta fragancia entre las callejas y la encuentra en una bella adolescente a la que huele hasta marchitarla por completo pero conservando para siempre esa fragancia que se convertirá en su obsesión. Por ese motivo, y desde ese infausto día, decidirá convertirse en el más grande perfumista y conseguir el olor definitivo, quizás fugaz, de la belleza pura.

«Pero era inútil. Algo extraño le pasaba. Trató de buscar apoyo en Tita, pero Tita estaba ausente. El cuerpo de Tita estaba correctamente sentado en la silla, pero no había ningún signo de vida en los ojos. Tan raro este fenómeno, parecía que su ser se había disuelto en la salsa de las rosas, en el cuerpo de las codornices, en el vino y en cada uno de los olores de la comida. de esta manera tita penetraba en el cuerpo de Pedro, voluptuosa, aromática, calurosa, completamente sensual». De esta manera transcurren las páginas del gran éxito literario de la mexicana Laura Esquivel, «Como agua para chocolate». La novela se transforma en un recetario mágico, ancestral, exótico y condimentado con sabores y aromas que dan forma a una historia de amor en el que sus personajes están sometidos a la dictadura de una tradición familiar condimentada con humor, drama, romance, sexo y, por supuesto, calidez sensitiva.

Uno de los grandes logros de «Como agua para chocolate» consiste en la habilidad de su autora para generar un ambiente y una emoción sirviéndose de la mezcla de olores y sabores lo cual aporta a la narración una perspectiva muy familiar y cercana. Da la sensación que de entre sus páginas se asoma el olor a cebolla frita, a pétalos de rosa... a chocolate y, por ese motivo, el lector no le resulta fácil trasladarse de inmediato a la cocina de Tita y ser testigo de los diversos episodios vitales que se desarrollan en la trama, gracias a los aromas. En este sentido, cabe recordar uno de los episodios que dan sentido a la novela, cuando Tita cocina las «Codornices en pétalos de rozas» y tras servirlas a la mesa : «Parecían que habían descubierto un código nuevo de comunicación en el que Tita era la emisora, Pedro el receptor y Gertrudis la afortunada en quien se sintetizaba esta singular relación sexual, a través de la comida».

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