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Análisis | elecciones en venezuela

Chávez, los mentirosos y el Infierno de Dante

El politólogo y sociólogo Atilio Boron denuncia las mentiras intencionadas que han rodeado las elecciones venezolanas y el papel de ciertos medios de comunicación, alineados con la estrategia de Henrique Capriles y, por extensión, de la derecha.

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Atilio BORON Politólogo y sociólogo

P ocas veces nos tocó soportar tanta cantidad de mentiras como las que leímos y escuchamos en estos días. «La dictadura chavista», «ataques a la libertad de expresión» en la República Bolivariana, «fraude electoral» fueron algunas de las más recurrentes en el fárrago de acusaciones descargadas sobre Chávez con tal de impedir su inexorable victoria. ¿Por qué tanto odio, tanta sed de venganza que hizo que políticos y comunicadores sociales que supuestamente deberían caracterizarse por su equilibrio y sensatez se convirtieran en voceros de las peores calumnias en contra de Chávez?

La razón es bien sencilla: mienten porque los intereses de clase que representan, asociados a -y articulados políticamente con- los intereses imperiales exigen borrar al chavismo de la faz de la tierra, y para ello cualquier recurso es válido.

Venezuela, que encierra en sus entrañas las mayores reservas petroleras de la Tierra, es una presa que suscita los apetitos incontenibles del imperio, impaciente por reapropiarse de lo que una vez fue suyo y dejó de serlo por obra y gracia de Chávez. Como se trata de un propósito inconfesable, por ser un simple acto de latrocinio, se requiere apelar a retorcidos argumentos para que el delito aparezca como un acto virtuoso. 

Por eso los mentirosos tienen que decir que el chavismo instauró una «dictadura» en un país que desde 1999 hasta ayer convocó a su población a las urnas en quince oportunidades para elegir autoridades, diputados constituyentes, miembros de la Asamblea Nacional o para refrendar con el voto popular la nueva Constitución o para decidir si se le revocaba o no el mandato al presidente. De las 15 contiendas electorales Chávez ganó 14 y perdió una, el referendo constitucional de 2007, por menos del 1% de los votos, y de inmediato reconoció la derrota.

Curiosa «dictadura» que obra de esa manera, como lo recordara Eduardo Galeano hace ya unos años. No solo eso: resulta que esta «dictadura» extendió los derechos políticos (amén de los sociales y económicos) como jamás antes lo habían hecho los regímenes supuestamente democráticos que gobernaron Venezuela desde el Pacto de Punto Fijo de 1958 instaurando una insípida alternancia sin alternativas entre democristianos y socialdemócratas que murió de muerte natural en 1998.

Cuando Chávez llega al poder, en febrero de 1999, uno de cada cinco venezolanos mayores de 18 años no existían políticamente: no podían votar porque no se los inscribía en los padrones y ni siquiera poseían documentos de identidad. Hoy la «dictadura» chavista redujo esa cifra al 3,5%. Además, en la Cuarta República (1958-1998) el abstencionismo de quienes sí podían votar fluctuaba en torno al 30 o el 35% llegando, según lo afirmara Daniel Zovatto, director del Observatorio Electoral Latinoamericano, a picos del 80% en la década del sesenta.

En la elección del domingo, se registró la más alta tasa de participación, con una abstención de apenas el 19%. Por si lo anterior fuera poco, mientras en la «ejemplar» democracia norteamericana se vota en un día hábil (el primer martes de noviembre, año por medio) y la tasa de abstención ronda el 50%, en la «dictadura» chavista se hace en domingo y con transporte gratis para que todos puedan acudir a los centros de votación.

Fue por eso que el expresidente Jimmy Carter aseguró que el sistema electoral de la Venezuela bolivariana es mejor que el de EEUU y uno de los mejores del mundo. Sin embargo, los condenados al octavo círculo del infierno insisten en que lo que hay es una «dictadura» y que lo que faltan son libertades.

Su servil empecinamiento se refleja también en sus constantes críticas a los supuestos límites a la libertad de expresión en Venezuela: era ridículo, y hasta daba un poco de lástima, ver a esos severos custodios de la libertad de expresión denunciando públicamente las supuestas limitaciones a tan fundamental derecho sin que nadie en Venezuela interfiriera en su labor.

Lo decían públicamente y a los gritos que no había libertad ante la mirada entre socarrona y perpleja de venezolanos que no entendían lo que proclamaban estos energúmenos en plena calle y a la luz del día. Basta con ojear los periódicos venezolanos para comprobar el tenor de las feroces críticas y perversas difamaciones que disparan a diario en contra de Chávez y su gobierno. Por supuesto, estos santos varones (y beatas mujeres) que fueron a la patria de Bolívar a custodiar la amenazada libertad de expresión jamás se inquietaron o manifestaron la menor preocupación por los 25 periodistas asesinados por el régimen títere que el imperialismo norteamericano instaló en Honduras luego del golpe de 2009.

Tampoco se toman la molestia de informar que de los 111 canales de televisión existentes en Venezuela solo 13 son públicos, y que tienen una audiencia de apenas el 5,4% como lo demostraran Jean-Luc Mélenchon e Ignacio Ramonet en una nota reciente. Y en los medios gráficos la situación es aún peor, porque el 80% está en manos de una oposición radicalmente enfrentada al Gobierno.

Diarios que, como los dominantes en Argentina, violaron la veda electoral venezolana propagando subrepticiamente versiones vía twitter en las que aseguraban el triunfo irreversible de Henrique Capriles. Patricia Bullrich, una diputada argentina tuiteaba, con base en esas fuentes, «52.8 Capriles, 47.2 Chávez»y Federico Pinedo, otro diputado argentino, escribía alborozado «Gana @Capriles!».

Ninguno de los dos pidió perdón por haber engañado a miles de personas con tamañas falsedades. Es más, en declaraciones posteriores se enorgullecen en haber actuado como lo hicieron librando, como estaban, un duro combate en contra de la «tiranía chavista». Contrasta con estas infames actitudes la seriedad, neutralidad y el profesionalismo del Consejo Nacional Electoral de Venezuela, un organismo público con representación multipartidaria, que, tal y como había anticipado, solo comunicaría los resultados de las elecciones cuando las tendencias de voto fueran irreversibles. Así lo hizo unas pocas horas después de terminados los comicios cuando un 90% de las actas confirmaba una ventaja inalcanzable a favor del presidente Hugo Chávez (con el 54% de los votos), que se amplió hasta llegar al 55%. Con una diferencia de más de 1.600.000 votos, la discusión sobre el fraude tuvo que ser discretamente archivada. Mejor no pensar en lo que hubiera sido el escenario si Chávez triunfaba por un 2 ó 3% de los votos.

Desilusionados y derrotados, los voceros del imperio sacaron de la manga el nuevo tema con el cual acosar a la Venezuela bolivariana: la salud de Chávez. Las usinas del imperio se encargaron de reconfigurar la agenda, y seguramente insistirán con este asunto mientras buscan nuevas formas de desestabilizar a su Gobierno. Ya antes habían aludido a esto, pronosticando como decía la presentadora de CNN, Patricia Janiot, que a Chávez le quedaban entre 9 y 12 meses de vida. Esa fue una de las hazañas del venezolano: derrotar al cáncer. La otra: sostener una enorme inversión social que cambió para siempre las condiciones de existencia -tanto objetivas como subjetivas- de las clases populares, más allá de la necesidad, reconocida por Chávez, de mejorar la gestión de la cosa pública. Derrotados en las elecciones, ahora vuelven a la carga porque el líder bolivariano ha demostrado ser un formidable aglutinador de la tradicionalmente dispersa dirigencia latinoamericana, lo que le ha permitido neutralizar con eficacia la regla de oro de cualquier imperio: «divide et impera», como enseñaban los romanos. Y ese sí que es un pecado imperdonable, que merece mucho más que descender al octavo círculo del Infierno para hacerle compañía a tantos seudo-periodistas (en realidad, publicistas de grandes empresas que utilizan los medios de comunicación para facilitar sus negocios) y supuestos republicanos cuya preocupación excluyente es garantizar la continuidad de la dictadura -aunque se vista con ropajes democráticos- del capital.

El pecado de Chávez, murmuran por lo bajo -y a veces lo vociferan, como lo hace el impresentable Mitt Romney-, es intolerable e imperdonable, y habrá que acabar con él cuanto antes. Ignorante de las leyes que rigen la dialéctica histórica, la derecha cree que la larga marcha de Latinoamérica y el Caribe hacia su segunda y definitiva independencia es la obra maléfica de algunos espíritus malignos, como Fidel, el Che y Chávez. Parafraseando aquel célebre título del discurso de Fidel en el juicio del Moncada, a la derecha imperial y sus voceros locales «la historia los condenará».

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