Un premio en perspectiva histórica
La concesión del premio Nobel de la Paz a la Unión Europea ha generado todo tipo de reacciones. El hecho de haberlo otorgado a una organización -algo nada excepcional en la historia de estos premios- y no a un candidato individual, y en un momento en el que sus cimientos están siendo sacudidos como nunca antes por una crisis económica y social que está poniendo en cuestión el propio proyecto, ha contribuido a los comentarios de extrañeza e ironía. Parece obvio que la elección del ganador ha sido una decisión política inspirada por las necesidades de un momento en el que conviene recordar la razón de ser de la Unión Europea, sus bases fundacionales, hoy en día tan a menudo olvidadas. En un contexto de crisis en el que la fractura entre el Norte y el Sur se hace más presente, así como los viejos estereotipos y resentimientos, el Nobel de la Paz puede considerarse como un impulso moral, una llamada a volver a los principios originarios.
La elección del ganador del Nobel de la Paz nunca ha sido una decisión aséptica e inocua. Siempre ha estado políticamente motivada. Y, en ciertas ediciones, ha llegado al disparate. En 1973, el entonces secretario de Estado de EEUU, Henry Kissinger, fue galardonado tras la brutal agresión contra Vietnam, Laos y Camboya, con su máxima para los bombardeos de «todo lo que vuela sobre todo lo que se mueve». Tras aquella concesión, la sátira política quedó obsoleta y la credibilidad de esos premios abiertamente cuestionada.
Con todo, y visto en perspectiva histórica, la contribución de la Unión Europea a la paz y la integración en el continente ha sido evidente, aun con todos sus defectos e incapacidades. Hasta su creación, siempre hubo en alguna parte, de alguna manera, guerra en Europa. Dos guerras mundiales, millones de europeos muertos... Nuestros antepasados nunca hubieran soñado lo que hoy vivimos. Aunque, y es una obviedad, los ciudadanos europeos desean y merecen algo mejor que lo que tenemos hoy.