Antonio Alvarez-Solís Periodista
El ciudadano arredrado
Advierte el veterano periodista del nuevo fascismo, que percibe con formas nuevas, «ganadas todas sus guerras bajo los uniformes más variados», en el despacho del «orden» institucional en todo el mundo. Desde ahí elabora leyes, decretos y mandatos para inutilizar a su adversario. Un ejemplo, las amenazas del ministro español de Interior a EH Bildu por unas declaraciones de Laura Mintegi propias de su ideario político y pertenecientes «radicalmente a la libertad de expresión».
Desde el recaudo del Estado trabajan como las arañas, tejiendo su tela contra la libertad. Es el nuevo fascismo. Ya no golpean a los transeúntes revistiendo un «heroísmo» personal y callejero, como hacían en tiempos de la burguesía llamada liberal, en que los fascistas actuaban en los consentidos suburbios de la legalidad y alojaban en la «gloria» a los «ángeles» asesinos que velaban por la santidad de la patria, a los que también denominaban alféreces de Dios. Sus pistolas eran como hisopos que esparcían sangre; pistolas bautismales que purificaban el aire de la vaharada al parecer asfixiante de la libertad, ese aliento noblemente genital. Esa época ya pasó. Ahora el fascista, ganadas todas sus guerras bajo los uniformes más variados, ocupa terne y solemne el despacho del «orden» institucional a lo largo y ancho del mundo y desde ese despacho va espesando sus multiplicados filamentos para inmovilizar la presa que se propone devorar o destruir con un papirotazo fulminado con el Boletín Oficial del Estado. Una ley espesa, un urgente decreto-ley, una indignada orden ministerial, un retorcido mandato reglamentario, una agria nota subrepticia y queda lista la tela letal. Cada día que amanece se avisa de una nueva proscripción, de un añadido y vicioso recorte, de una privación del aire moral. Se amenaza literalmente si hace falta para que el adversario sepa que está viviendo sus últimas horas de libertad y democracia.
Por ejemplo, el ministro del Interior ha advertido a la Sra. Mintegi, electa por miles de vascos y a propósito de la acariciada ilegalización de Bildu, «que el contador había empezado a funcionar y con la declaración de esta señora el contador se ha acelerado». Tremendo. ¿Y qué es lo que ha dicho la Sra. Mintegi? Pues algo que es propio de su ideario político y que pertenece radicalmente a la libertad de expresión; por ejemplo, esto: que procederes como los últimos arrestos de presuntos miembros de ETA no favorecen la futura resolución del conflicto y que el Gobierno español «no tiene ni idea de lo que es un proceso de paz». El paisaje es asfixiante. Yo diría que vergonzoso por su aliento dictatorial. Apenas apunta un brote democrático -la aparición de Bildu en las urnas, pongamos por caso-, «ellos» toman la pluma y escriben el «no» que mengua aun más el misérrimo ámbito de que disfruta la invención humana. Eso que ha dicho el ministro es fascismo de máscara sonriente, fascismo portador de unos lábaros coronados, eso sí, por un SPQR sin la más mínima nobleza.
Ytodo eso lo admiten los ciudadanos españoles en las urnas, aunque luego renieguen de tanto cómitre encaramado al Gobierno? Pues lo admiten hasta el punto de hacerlo consustancial con ellos. Yo creo que esta pobre forma de vivir la democracia apareja la destrucción sistemática de la razón, que les estorba. No ha sido difícil introducir en el ámbito intelectual la droga destructora del miedo. De un miedo burdo que invalida el uso de la libertad y entrega al poder todos los resortes del gobierno. Un miedo que en el caso español se refiere a la pérdida de sus últimas colonias, en este caso interiores, con la consiguiente reducción de un territorio divinizado para consuelo de los que no poseen ya otra cosa. Un miedo frente al que hay que disponer, a cualquier precio -aunque sea ese precio la pérdida de la democracia-, de poderosos protectores. Un miedo que incluso convierta la sangre del inventado y perseguido agresor potencial en la ofrenda diabólica que permita la misa negra de ese Estado yerto y poblado de fracasos. En definitiva, un miedo que conlleva la íntima y temblorosa aceptación de la esclavitud por parte del uomo qualunque ¿Y cuál es ese miedo? Hélas: ¡el terrorismo! El terrorismo es una violencia ubicua y variopinta, de autoría diversa, confusa y múltiple, por ello difícil de definir, pero que tiene una característica genuina y terrible que la identifica: está siempre encarnada y protagonizada por el adversario del poder; de un poder jamás discutible, ya que sin ese poder aparece la «canalla», que el franquista definía como el enemigo exterior, ya sea físico o espiritual, que destruye el orden y la imagen de la gran patria. La «canalla» o en nuestro caso el catalán, el vasco. ¡Qué potente es el concepto del orden!
Ni la Ilustración se atrevió a descoyuntar la geometría del poder, pues reacomoda los más crueles intereses a los propósitos de quien maneja el sistema establecido. Los «ilustrados» tenían bien claro que sin poder la libertad puede destruir el rígido control sobre la parte de la humanidad que ha de ser tenida en dominación. Voltaire escribió esto sobre la peligrosa libertad frente al poder: «En nuestro desgraciado mundo es imposible que los hombres, agrupados en sociedades, no se dividan en dos clases: la de los ricos, que mandan, y la de los pobres, que obedecen». Ahí está el poder, retratado con una áspera crudeza.
Claro que a partir de lo dicho cabe alegar también que desde el poder se puede proyectar miedo que enerva cualquier libertad, terror que destruye la sustancia de la democracia. El poder puede invalidar con su violencia sobre la razón todo proceso intelectual para edificar nuevas formas de vida o modelos de sociedad, pero el sistema tiene también en su mano el empleo adecuado de la lengua para habilitar su violencia y el miedo que genera: ese miedo, ese terror llegado el caso, constituye lo que se denomina coacción legal que, cómo no, protege y perpetúa el orden, aunque ese orden destruya la rica efervescencia de la vida La coacción legal se resguarda en algo tan alienante para los espíritus carcomidos por el temor como son las leyes, las normas, las constituciones, capaces de convertir en terrorismo cualquier acción que cuestione el orden establecido. ¿Pero acaso esas acciones no son originadas por la provocación secular desde la altura barroca y hueca en que reside el poder que únicamente busca al enemigo para sostenerse mediante la tensión que revive a los «patriotas» de su laxitud política? ¿Qué clase de proceso fue, sino un proceso de respuesta en demanda de la libertad y vida el que en el siglo XVII estuvo a punto de descuartizar a España? El ciudadano español está empapado de ese poder que azota al «otro» y huye seguidamente para refugiarse en el fragoroso mundo de las normas y del estado beligerante. ¿Es así o no es así, Sr. Fernández, ministro español desde una catalanidad repugnada y algo parecido al guerrero del antifaz?
Esta situación de libertad condicionada produce una fatiga profunda, esencial. Proyecta, además, una imagen incivil que convierte a España en un país ingrato en el concierto de las naciones. Quizá sea la España para llorar a la que enigmáticamente se refirió el rey español hace pocos días. Quizá, aunque nunca se sabe qué se cobija en el lenguaje de un Borbón. Es muy duro ser convertido en terrorista y amenazado por la maza de la ley cuando se brinda un diálogo o una idea. Claro que una amplia mayoría de españoles sólo desean un diálogo amparado por la señal de dirección única. Nada de cruces ¿Libertad para qué? Viven a la espera de que el dirigente ejerza un caudillaje que permita el sostenimiento del último mapa sin añadir gesto alguno que remita a una práctica del pensamiento, aunque sea mínimo. Hay que recordar una vez más aquel discurso rectoral que en una universidad recibió a Fernando VII con la frase definitiva: «Alejemos de nosotros la funesta manía de pensar». Pensar abre la puerta a muchos horizontes y eso resulta sumamente peligroso ¿No cree esto el ministro, Sr. Fernández?