Carlos GIL Analista cultural
Políticas
Antes del amanecer las sábanas trémulas se reinventan en caricias y expresiones de una felicidad capitular. Con ese rayo difuminado que convierte el horizonte en una amalgama de sombras y besos furtivos, el gallo se despereza y los gusanos huyen, buscan amparo en el rocío. Suena una radio que se confunde con las cañerías del vecino de arriba, que acaba de llegar del turno de las sospechas amorosas. Un gritito seco y una respiración profunda anida en el subconsciente cocinando una escena erótica. Sola, repasando la agenda, esperas a que suene el despertador. Empieza un nuevo día que puede devenir en un culebrón post, un episodio rústico, una comedia urbana o una tragedia de clase media asfixiada con muchos mensajes en la tableta.
Podemos seguir escribiendo las imbecilidades más tristes o más enajenadas sobre las cuestiones más superficiales, banales o del ámbito de los sentimientos y las relaciones humanas. Podemos poner un sofá en el escenario y hacer hiperrealismo, pianos de cola embadurnados de estrellas fugaces, bailarinas en puntas con un sombrero de frutas tropicales, las performances más extravagantes que epatan tanto a los gatos como a las hormigas pero que dejan al ciudadano suspendido en su extrañeza que roza el agravio.
Todo es posible, todo cabe en la libertad de expresión, en el concepto de artista. Después vendrán los comisarios, los críticos con apretón de tripas o los gestores de la incultura para dar certificaciones sin fondos, pero lo que es necesario y urgente es implementar políticas culturales consensuadas, para que no quede todo en ese territorio suicida de la inercia y la presión gremialista. Cultura para todos los ciudadanos. Y ya