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Antonio Alvarez-Solís Periodista

Una sociedad obscena

Unas palabras del rey español («Desde fuera España se ve mejor») llevan a Antonio Alvarez-Solís a tachar a la sociedad española de «obscena». Obscena por la realidad que reflejan los desahucios, por las lágrimas que provocan las personas que buscan en los contenedores... para la que no sirven remiendos, sino que la sociedad levante «un colectivismo de los materiales elementales para hacer posible el destino aceptable de los individuos».

Y el rey dijo: «Desde fuera España se ve mejor. Desde dentro dan ganas de llorar». La frase es borbónica. ¿Qué quiso decir el rey? ¿Quién produce esas ganas de llorar? ¿El pueblo que sufre y sobre el que se carga una vez más la mochila de la recuperación? ¿Los banqueros que expolian? ¿El Gobierno que miente? ¿Los poderosos que han corrido a refugiarse en su torre de oro? Esta sociedad es obscena. Confunde hasta la palabra. A fin de orientarme, busco antecedentes en el pozo negro de la Corona. Recuerdo una frase de su abuelo ante los cadáveres de los soldados descomponiéndose al sol tras el desastre de Annual: «No sabía que resultara tan cara la carne de gallina». ¿Qué quiso decir el rey en la India? Todo esto tan deletéreo es obsceno. «¡Luz, más luz!», clamaba Goethe al morir.

He visto a la población de los barrios populares llorando ante los desahucios. Un policía sujetaba con ambas manos su «defensa» -ah, el engaño de la palabra: la «defensa»-, con la que empujaba violentamente a una pareja de ancianos que doloridamente contemplaban la tragedia. Desde la cumbre del poder se protege al policía con nuevas normas para su seguridad. La soberanía nacional no debe conocer a sus servidores. La soberanía nacional es peligrosa. Está hecha con necios, con ignaros. Miles de ciudadanos son lanzados a la calle mientras los ministros anuncian la buena nueva para el futuro. ¡Como ríe el señor ministro de Hacienda mientras explica el espléndido porvenir! No interesan los destruidos en el tránsito. Quizá piensen en lo cara que es ahora la carne de gallina. Entierran la realidad con paladas de una retórica que es distribuida letalmente a la prensa, la radio y la televisión del Reino. Esta sociedad es obscena.

Ya no van a las colas del Inem. Ni esperan siquiera un milagro. Se encogen, simplemente. Y buscan en los contenedores. Son además responsables de haberse entregado a los bancos, a los políticos del sistema, a los expertos del crecimiento sin fin. Responsables de haber creído en un verano azul repleto de bicicletas candorosas. Los miserables no hicieron siquiera una ecuación para descubrir la mentira de la oferta financiera. Pecaron. Pusieron la mano ingenua al dinero que les acosaba con una luz fácil y caliente y ahora son carne de gallina descomponiéndose bajo un sol que sigue brillando sobre la cumbre. Dan ganas de llorar, ¿pero sobre quién han de caer las lágrimas? Es una sociedad obscena.

España saldrá adelante. ¿Pero qué España? Porque hay, hubo y de momento habrá dos Españas: la de los generales que sirven a la Corona, que se sublevan contra la Corona, que restauran la Corona, y la de los caloyos de infantería. En los despachos los políticos hacen los números de una cuenta que comienza con el resultado de lo que desean, «porque su fuerza está en el sueño de los hombres, en la enfermedad de los pueblos». La frase es de Papini en su «Historia de Cristo». Por tanto, las reclamaciones al maestro armero. Sí, es una sociedad obscena.

Bruselas pide más sacrificios a las masas que habían roto la hucha que les entregó sonrientemente una Banca culpable. Era la época de los bancarios corteses, de la reverencia a la salida. Alemania nos envía la factura de lo que hemos consumido y nos dice «que demos a César esa nada de plata que no nos pertenece». Otra frase de Papini. He tenido suerte en esta noche de lectura, solo agobiada por la visión del matrimonio agredido por un agente al que han dado licencia para pegar con la «defensa» hecha del oro falso del «orden», esa arma que ha sustituido al viejo sable de los romanones que marcaban el lomo de los ciudadanos con el sello de identificación del arma: «Toledo 1870». Todo ha ido a peor tras la cruzada de los obispos que saludaban brazo en alto y que fue relatada con elogio por don Manuel Aznar entre balón y balón de Courvoisier en un viejo hotel de Burgos bajo la protección del general Barroso y Sánchez Guerra, jefe del estado mayor del Genocida, que pudo librarle así de la ira de aquella carlistada que aborrecía el lejano pasado soberanista del discutido escritor y periodista. Historias. Era el abuelo inteligente y culto del Aznar que hoy exige bárbaramente más decisión a los príncipes para que desenvainen la espada, como demandaba el Lutero político, y aplasten a los miserables que en sus ansias de justicia destrozan la brillante geometría del hambre. Es una sociedad obscena.

Tras desembarcar de su patera high cost en la tierra india, ¿qué quiso decir el rey? No lo sé. Lo malo de mi carne no es que sea de gallina, sino que mi cerebro ha sido reducido a cerebro de gallina, como tantos otros cerebros enjaulados en las innumerables redes represoras que alambran la vida española dentro de la cual nos alimentan con unos granos de transgénico. No pienso, luego existo. Ya ven: puro barroco madrileño sostenido por comentaristas que se divierten en la Corte donde también se divierte el rey, como escribía sugestivamente José Deleito del Madrid que bailaba y malsinaba al tiempo en aquellos años de Felipe IV en que se deshacía España y mostraba su acosada realidad heterogénea por el desgarro que dejaban los hilvanes. Estamos sumergidos en una sociedad obscena.

Vuelvo a cavilar una vez y otra y me pregunto por qué este modelo de sociedad es irremediable. No acabo de ver esa irremediabilidad. Negar a la humanidad, que abre y cierra al fin la historia, su capacidad de invención es el peor crimen que cabe cometer contra el ser humano. ¿Es que acaso los hombres no pueden suceder a los dioses y hacer un mundo más habitable? ¿Es que a los dioses del Olimpo, seres jocundos y poco especulativos, han de suceder esos irrisorios amos que andan bizcos por el oro y en cuyo altar ofician con todos los crímenes? Cuando los hombres intentaron seriamente su libertad, la consiguieron. Y duró lo que duró, pero edificaron un mundo hecho desde el suelo y prometedor de igualdad y de libertad, dos dimensiones de muy delicado trato sobre las que se volcó siempre la extorsión y el robo por parte de los poderosos, a los que se puede aplicar la palabra de Cristo, ya que ellos tanto la manipulan: «Los reyes de las naciones dominan sobre ellas y a los que mandan se les llama bienhechores». Yo no trato de conseguir tanto, ni mucho menos, pero no estaría nada mal que las riquezas fundamentales, desde las energías al dinero, desde la tierra a la política, constituyeran el suelo comunal sobre el que cada ciudadano elaborase su aventura creadora para así servir a la riqueza colectiva y ser servido por ella según lo que le dictara su inteligencia y su cultura antigua y poderosa. Esa sociedad es posible. Está ya descrita cien veces. Solo hace falta que el hombre se ponga en pie y acepte que a veces la sangre cautiva hierve y libera justicia. Es el precio a pagar por el paisaje libre. Se trata de reconstruir la dignidad y un sereno confort en una sociedad ahora obscena.

Mienten los que solicitan el remiendo como solución del drama social. Mienten los que apilan cuerpos doloridos para extraer la última riqueza, prometiendo el reparto al fin de ella. Ya sé que todo esto que ondeo suscitará la sonrisa irónica del ministro de Hacienda. Pero más pronto que tarde la sociedad irá levantando un colectivismo de los materiales elementales para hacer posible el destino aceptable de los individuos. Aceptable. Tampoco hay que exagerar. Una cosa sencilla en donde no se haga politiquería, sino simplemente política. Lo ha dicho la Sra. Mintegi, que ha de tener en su oficina, digo yo, un costurero vasco. Sólo hace falta empujar para lograr el futuro, eso sí, sin saltarse el turno, porque la carrera es en la calle, no en los despachos.

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