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Renunciar al ataque no es ni siquiera una buena defensa

En la semana de su cada vez más tambaleante Constitución, el Gobierno de Rajoy se ha dado un capricho. Basándose aparentemente en una lectura muy errónea de los resultados de las elecciones al Parlament, ha soltado a su ministro más pirómano, José Ignacio Wert, para que lance un torpedo directo a la línea de flotación de la normalización de las lenguas minorizadas en la diana más sensible y grave: la de la educación. La respuesta inmediata dada por agentes muy diversos de la ciudadanía catalana -porque evidentemente ese ataque concierne a toda la sociedad- está al nivel del grado de la agresión. En el nivel político, quizás el borrador Wert tenga el efecto positivo de engrasar un acuerdo entre CiU y ERC que avance hacia la soberanía. Iniciativas de la gravedad del intento de cargarse la educación en catalán solo tienen una respuesta realmente eficaz: poner los pilares para que el día a día de Catalunya y de su ciudadanía no se decida más al otro lado de un puente aéreo, a 500 kilómetros de distancia.

El proyecto de reforma educativa estatal afecta también a Euskal Herria, aunque siendo realistas, esto ocurra más bien como consecuencia colateral del verdadero objetivo de la ofensiva: el modelo educativo de inmersión vigente en Catalunya hace tres décadas. Y es importante entenderlo, porque si no se corre el riesgo de errar en la respuesta. Así, resulta muy coherente que la amplísima mayoría de la sociedad y los partidos catalanes se hayan plantado en defensa de su sistema educativo, pero no lo sería que lo mismo ocurriera ni en la CAV ni en Nafarroa, dos administraciones en las que a día de hoy, y sin negar los avances logrados por el empuje de la sociedad, el sistema educativo sigue estando muy lejos de conseguir que toda la ciudadanía esté capacitada para comunicarse en una de las dos lenguas oficiales. Si en un momento en que esta convicción está ya plenamente certificada instituciones como el Parlamento de Gasteiz se limitaran a defender los modelos actuales, el ministro Wert habría hecho realidad ese viejo axioma deportivo de que «la mejor defensa es un buen ataque».

¿Jugará Urkullu al empate?

La maniobra de Wert -sea su borrador un mero globo-sonda o un plan de ataque ya fijo- se convierte, por tanto, en un buen espejo para reflejar las posiciones y las pretensiones políticas de cada cual. En el caso de la CAV, el miércoles será día trascendente porque el futuro lehendakari, Iñigo Urkullu, ganador después de una campaña electoral ambigua por ambivalente, tendrá que afrontar su discurso de investidura y, por lo tanto, concretar para qué va a gobernar.

Las previsiones generales hasta ahora apuntan a que Urkullu parte de una posición eminentemente defensiva, similar a la mostrada esta semana respecto a la cuestión del euskara, primero el lunes en la celebración institucional de los 30 años de la Ley del Euskara -sin un ápice de autocrítica- y luego el miércoles en la timorata respuesta ante el borrador Wert. Abriendo el foco, da la impresión de que el líder del PNV afronta estos cuatro años sin una hoja de ruta medianamente clara para dar el salto a la soberanía que requieren tanto la situación política como la económica. Iñigo Urkullu se muestra más bien preocupado por los efectos que pueda tener una recentralización sobre elementos como el Concierto, es decir, más interesado en no perder terreno que en ganarlo. No se entrevé hasta ahora liderazgo alguno ni ganas de asumirlo. Pero resulta aún más inquietante la carga de desorientación que encierra el diagnóstico de fondo, que muestra muy poca confianza en la sociedad vasca y en los brotes verdes -estos sí- que surgen en puntos del planeta como Escocia, Catalunya, Flandes o Quebec.

Nacionalismo del siglo XXI

El discurso más explícito hasta ahora hecho por el aspirante a lehendakari fue el del mitin de campaña en el BEC, donde defendió conceptos como la «cohabitación responsable», la «soberanía compartida», la «bilateralidad efectiva» y el «derecho de decisión sujeto a pacto» (¿aparecerá algo de esto en el diccionario del ministro de Educación español?). Todo ello remite a la doctrina del «nacionalismo del siglo XXI» que patentó Josu Jon Imaz y a la que da continuidad Iñigo Urkullu, una doctrina basada en la premisa de que en un mundo interconectado, y con en una Euskal Herria insertada en la Unión Europea, ya no caben soberanías totales.

La idea nunca ha tenido prueba práctica, pero sí podía tener algunos soportes teóricos hace algunos años. Ahora, ni eso. Las dinámicas creadas por la crisis muestran que efectivamente el Estado español aparece contraído en su capacidad de decisión -mucho más de lo que se podía prever- por la UE y también por los dictados económicos de Alemania y la «troika», que marcan ya sin disimulo cuánto cobrarán sus pensionistas, cuánto costará un despido o cuántos médicos y profesores son sostenibles. Sin embargo, ello no ha supuesto un fortalecimiento comparativo de Euskal Herria o Catalunya frente al Estado, sino que este ha extendido los codos para hacerse sitio y su innata capacidad de injerencia alcanza hoy nuevos niveles, como intentar decidir el 100% del currículum educativo o imponer a las instituciones vascas que no paguen extras a sus trabajadores.

Esto es lo que hay, la cruda realidad de 2012 por encima de teorías políticas edulcoradas. Y en este esquema, renunciar al ataque no es siquiera una buena defensa. Sería solo renunciar.

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