Lo ocurrido la noche del pasado 24 de noviembre en la prisión de Saint Maur, por desgracia, no es ninguna excepción. El episodio de desasistencia hasta el punto de llegar a poner en peligro la vida de Jon Bienzobas no es algo novedoso, sobre todo cuando se trata del colectivo de presos al que el galdakoztarra pertenece. No es extraño que los funcionarios hagan caso omiso a las llamadas de los presos y presas cuando estos se encuentran en sus celdas; en el caso de Bienzobas, tardaron más de 11 horas en prestarle atención, a pesar de que días antes había sido sometido a una operación quirúrgica. Y el hecho de que una actuación tan irresponsable no sea una excepción no hace sino agravarla. Resulta lamentablemente paradójico que quienes tienen la responsabilidad de velar por la integridad de las personas presas antepongan espurios motivos de seguridad a la salud y la vida de esas personas. Probablemente hubo negligencia en la actuación de algún funcionario, pero el verdadero problema trasciende la irresponsabilidad del encargado de turno. El problema es una política penitenciaria totalmente injustificable, ahora y antes, utilizada como instrumento político y de venganza y, por tanto, algo más que negligente. El gran problema es el mantenimiento de una política con la que dos estados muestran su nula voluntad de abordar un conflicto que se ha alargado demasiado.