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Masacre de Newtown: síntoma y patología

Tras la espeluznante masacre de Newtown, Connecticut, EEUU está de luto, llorando y rezando. Los funerales de las 26 víctimas, 20 de ellas niños, se celebran mientras la gente sigue hablando del destino, de la tragedia o del demonio. Obama, por su parte, continúa enfatizando su particular «¡nunca más!», unas palabras doloridas que quizá reconforten pero que probablemente no cambiarán la realidad. Es cierto que el horror y la locura homicida no tienen fronteras, y que EEUU no es el único país con este tipo de tiroteos en masa. Pero independientemente del estado individual de quien lo perpetra, no es menos cierto que EEUU tiene una patología como país y esta última masacre no es sino un síntoma de un cáncer muy extendido, que requiere de un largo y arduo proceso de terapia colectiva, del cultivo de una nueva cultura de paz y también desechar y reemplazar las aspiraciones de imperio y hegemonía global.

La manía por las armas, el sacrosanto derecho a tenerlas y a portarlas, a moverse con ellas en el espacio público como si se tratara de John Wayne en persona forman parte de una identidad fatalmente contraproducente. Forjada desde los tiempos coloniales, blindada por poderosos lobbies que tienen en nómina a republicanos y multitud de demócratas, y con un apoyo popular muy significativo, ni siquiera los cambios regulatorios tienen una fácil materialización. Cuando las armas de guerra forman parte de la historia y la cultura de un país, el remedio a los horrores no puede limitarse a controlar que los individuos con enfermedades mentales no puedan adquirir armas automáticas.

Obama ha planteado el debate del «control de armas». Más allá de la conmoción del momento, no parece que tenga mucho recorrido. Además de expresar sus condolencias y secarse las lágrimas en rueda de prensa, un presidente valiente debería proponer cambios y legislaciones radicales y exhaustivas que se centren no en los síntomas, sino en la enfermedad misma.

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