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La tortura deja una huella indeleble

Han transcurrido más de 41 años desde que Periko Estomba fue torturado por la Policía, pero todavía se le quiebra la voz cuando habla de ello. El vecino del barrio donostiarra de Gros pasó en el Gobierno Civil 23 días que guarda en su memoria como si estuvieran grabados a fuego, y lo mismo les sucede a los miles de ciudadanos y ciudadanas vascas que han padecido ese mismo tormento en la oscuridad de los calabozos. Porque la tortura deja una huella indeleble en quien la sufre, como están poniendo de manifiesto las jornadas organizadas por Euskal Memoria.

Esta fundación presentó hace un mes un amplio estudio sobre la incidencia de la tortura en nuestro país, dando cuenta de casi diez mil casos. Sin embargo, cada acto, cada charla, cada jornada sirve para que nuevos testimonios salgan a la luz y para que todos esos rostros se sumen a un mosaico que con el tiempo se está revelando interminable. El impacto en Euskal Herria de la tortura, una de las prácticas más despreciables que puede cometer el ser humano, es superior al de países conocidos por la brutalidad de sus fuerzas represivas, como la dictadura pinochetista en Chile. Pero a pesar de su enorme alcance, es una realidad que ha permanecido en la sombra. En gran medida, porque los engranajes del Estado se han encargado de ello, pero también porque una experiencia tan traumática ha quebrado el ánimo de muchos de los afectados, incapaces hasta ahora de contar su experiencia.

Hoy, cuando la sociedad vasca está dando pasos hacia un nuevo tiempo, ha llegado el momento de que la verdad aflore sin miedo. Ninguna persona que haya sido torturada olvidará, aun cuando pasen cien años, el maltrato sufrido, pero cualquier intento sincero de restañar heridas exige completar sin ambages el relato de todo lo ocurrido en este país en las últimas décadas. Hacerlo servirá para aliviar la carga de los afectados y para garantizar que no vuelva a ocurrir.

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