Iker Casanova Alonso | Escritor
El hombre que nunca estuvo allí
Cuando parecía que el culebrón sobre el pago del salario a los funcionarios iba a ser el triste epílogo del incalificable gobierno de Patxi López nos encontramos con una noticia discreta, destinada a pasar desapercibida tras la sonrisa inicial, pero que tiene una lectura política más profunda de lo que pudiera parecer. El gobierno saliente va a entregar un obsequio a los altos cargos de su administración con un pin y una cajita en la que se lee la frase «Yo estuve allí». El slogan, más propio de una tienda de recuerdos, no es el patinazo de algún publicista despistado sino el lema con el que el propio Patxi López quiere que sea recordado su paso por Ajuria Enea. Quieren convencernos, y también a sí mismos, de que su gobierno ha sido un hito histórico, una revolución democrática reflejo de un cambio profundo en la sociedad vasca y de que haber participado en ese proceso es una hazaña que debe reivindicarse con orgullo. Podrán repetirlo una y mil veces pero no cuela. Detentaron el cargo pero no lo ganaron limpiamente, gobernaron a los ciudadanos pero no consiguieron su respeto, impusieron pero no convencieron. Si concebimos un gobierno legítimo como uno elegido democráticamente y capaz de afrontar con eficiencia los problemas reales, el epitafio del período de usurpación de Patxi y los suyos podía tomarse prestado de una película de los hermanos Cohen: «El hombre que nunca estuvo allí».
Este período se entiende mejor si se ubica dentro del análisis estratégico de la confrontación entre Euskal Herria y el Estado. La derecha española, incapaz de aceptar la realidad política vasca, siempre había afirmado que existía una mayoría españolista oculta porque no se expresaba electoralmente. La descomunal y fallida campaña de Mayor Oreja en 2001 para llegar a Ajuria Enea activando esa supuesta mayoría representó el fracaso empírico de esta tesis. Inasequibles al desaliento los estrategas de la derecha idearon una nueva maniobra. Según ellos la mayoría abertzale estaba modelada por los instrumentos de acción política (educación, medios de comunicación...) que los «nacionalistas» controlaban desde el gobierno vasco y había que privarles a cualquier precio de ellos para lograr un cambio en la voluntad del pueblo. La ilegalización de la izquierda abertzale, ante la irresponsable pasividad del PNV, se inserta en esta estrategia.
Tras las amañadas elecciones de 2009, el nuevo gobierno españolista tenía como misión emprender una campaña de ideologización que alterara la correlación de fuerzas. El PP escribió el guión y Patxi López se esforzó en poner en práctica las tesis de Mayor Oreja para eliminar la identidad vasca a través de la acción institucional, proyecto denominado eufemísticamente «cambio democrático». La ofensiva fue general y desvergonzada: adoctrinamiento a los escolares, informativos a lo Telemadrid, españolismo activo y revisionismo histórico en ETB, represión en las calles, persecución al euskera en la enseñanza, regionalización y subordinación del aparato institucional ya de por sí encerrado en el marco estatutario, banderas españolas en todas partes... «I need Spain».
Coreado por la prensa del Régimen, repantigado en su butacón de Ajuria Enea, escuchando su ipod, López se sentía el rey del mundo. Con más rapidez que otros gobernantes, cayó presa de lo que los griegos llamaban «hybris» (la desproporción, la desmesura). Se creyó un líder de talla global, un auténtico estadista llamado a ocupar en un futuro el gobierno de España. El punto álgido de esta locura se escenificó en octubre de 2011 en un vagón de tren entre Washington y Nueva York. El «lehendakari», plenamente consciente que se iba a celebrar una trascendental conferencia de paz en Aiete y de que podían producirse resultados históricos, decidió «restar trascendencia» a la cita no sólo privando de su augusta presencia al foro sino alejándose 5.000 kilómetros. «El continente aislado», afirman los británicos cuando la tempestad sacude el canal de la Mancha. Llegó el anuncio histórico y tras él la foto tragicómica de López en el tren valorando el terremoto político con la pinta de un viajante de comercio haciendo un pedido de zapatos.
El acuerdo PPSOE no ha ofrecido más resultados en lo social que el respaldo a todos los recortes perpetrados por los gobiernos españoles, a los que ha sumado algunos motu proprio: reducción de ayudas sociales, de sustituciones... Por otro lado, incapaz de liderar una reforma administrativa y fiscal, López recurrió masivamente al crédito. El resultado es que la deuda del Gobierno Vasco se ha multiplicado por siete hasta llegar al 10% del PIB, alcanzando los 7.100 millones y suponiendo un coste financiero anual de más de 700 millones. Tras la ruptura del pacto en mayo, López sabía que debía convocar inmediatamente elecciones pero esperó varios meses sumiendo a la comunidad en la parálisis política para usar el Gobierno al servicio de su campaña electoral. Trataba de maquillar su participación en la política de recortes. Al intentarlo se ha dado cuenta de que la legalidad española que defiende a pies juntillas priva a la ciudadanía vasca de los instrumentos políticos elementales para tomar las decisiones que afectan de forma determinante a su bienestar y calidad de vida. No ha dado muestras de que le importe.
Y tal y como advirtió Ortega y Gasset: «Toda realidad ignorada prepara su venganza». Quebrantaron las normas de su democracia, ya de por sí insuficiente y tramposa, para ponerse al frente del gobierno vascongado y el peso de la venganza democrática ha caído con contundencia sobre los usurpadores. López se autoproclamó líder de un cambio histórico que con los datos en la mano no se ha producido. La sociedad vasca no solo no torció su voluntad sino que, gracias preferentemente a la habilidad de la izquierda abertzale para maniobrar en este complicado escenario, ha salido fortalecida en términos políticos e identitarios. Como afirmó el «lehendakari»: «la Legislatura Socialista tiene un componente épico». Pero la épica ha estado del lado de la sociedad vasca resistente que sin ningún instrumento institucional a su servicio ha derrotado un nuevo intento de eliminación y ha salido reforzada en sus convicciones.
Tras el descalabro electoral, López reunió a sus altos cargos en el patio del edificio de lehendakaritza en Lakua y les arengó como a un ejército en retirada: «Sé que, cada uno de los miembros de este Gobierno, cuando se recuerde esta etapa, podrá decir con legítimo orgullo: yo estuve allí (...) Y por supuesto, sé que vamos a volver». Después les mandaría el pin y la cajita. López quería emular al general MacArthur abandonando las Filipinas al grito de «volveré». Resultaría hiriente y desproporcionado afirmar que recordaba más al Führer repartiendo condecoraciones en el patio de la cancillería días antes de su final definitivo. Pero es innegable que Patxi persiste en el autoengaño y la soberbia. Por eso no habrá segunda parte. Que manden imprimir en más sitios aquello de «yo estuve allí» porque dentro de unos años será difícil creerlo. Si queremos conceder algo de poesía a este final rememoremos Blade Runner y digamos que el recuerdo de Patxi López en Ajuria Enea se perderá... «como lágrimas en la lluvia».
Ahora toca seguir adelante. No podemos avanzar sobre el olvido pero si los desencuentros del pasado se convierten en obstáculos para el diálogo Euskal Herria se quedará muda. Centrémonos en debatir sobre los desencuentros del presente, que igualmente son muchos, y también en trabajar en la búsqueda de posibles encuentros en el futuro. El PSE tiene mucho que decir en este país, aunque ahora esté sumido en múltiples crisis y se debata entre el continuismo y la catarsis, porque la inmensa mayoría de sus votantes son trabajadores humildes que quieren que este partido defienda sus intereses. Eso sí, aquí todo el mundo tiene un pasado que analizar, no sólo la izquierda abertzale. Hay que recordar que con respecto a la dispersión, la tortura, las ilegalizaciones, la represión policial, la muerte de militantes, la guerra sucia y la negación de los derechos políticos de Euskal Herria el PSOE tiene una responsabilidad mucho mayor que la de haber hecho unas declaraciones desafortunadas. Tampoco este oscuro período de imposición antidemocrática en el gobierno vascongado podrá ser defendido como un logro. Los agravios del pasado no deberían utilizarse para construir muros que nos separen ahora y siempre. Pero nosotras también tenemos memoria. Desde la legitimidad que le da a la izquierda abertzale el estar dando pasos de forma unilateral, proceso no exento de dificultades, también podemos exigir que los demás aborden su propio proceso de autocrítica.