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santiago alba rico | filósofo

Los derechos de los presos; nuestro derecho a la libertad

«La movilización de Herrira es una mala noticia», en palabras del autor, pues indica que los Estados español y francés continúan sin respetar los derechos de los presos. Y ello, en un contexto con cambios esperanzadores que parecen alumbrar el camino, mientras la normalización jurídica y humana se retrasa, obstaculizando el proceso y prolongando el sufrimiento. Analiza la batería de medidas y reformas aplicadas a un tipo concreto de delito («terrorismo») y a un determinado sector de la población (la vasca), y defiende que constituyen instrumentos de «revancha». Finalmente, plantea que no son cosas de vascos, que afectan solo a los vascos «terroristas»; y responde a la pregunta de «¿por qué debería preocuparnos a los españoles?».

Una vez más el próximo mes de enero la sociedad vasca se movilizará en favor de los derechos de los presos, en esta ocasión en respuesta a la convocatoria de Herrira: «Derechos humanos. Solución. Paz. Euskal presoak Euskal Herrira!». Una movilización parece siempre una buena noticia en la medida en que expresa conciencia colectiva y solidaridad activa; pero lo que en realidad expresan las movilizaciones es la persistencia de una injusticia antes que la resistencia frente a ella. La movilización de Herrira es una mala noticia, pues indica que los Estados español y francés siguen sin respetar, un año más, los derechos de los presos. Mientras algunos cambios esperanzadores parecen alumbrar el camino de la normalización política de Euskal Herria, la normalización jurídica y humana se retrasa, obstaculizando no sólo el proceso propiamente político sino prolongando además, al margen del Derecho, el sufrimiento de los presos y sus familias.

Desde 1989, el Estado español aplica una premeditada política de dispersión que obliga a 605 de los 613 presos que componen el Colectivo de Presos Políticos Vascos a cumplir su condena lejos de su entorno afectivo. Esta medida, que vulnera los derechos más elementales de los detenidos, vulnera también los de sus familiares, a los que se extiende el castigo en aplicación de un principio prejurídico y «primitivo»: el de que el parentesco -o el simple afecto- es equivalente a un delito. La dificultad para las visitas, derecho de las dos partes, se convierte así en un castigo adicional para los presos y en un tormento para sus familias, cuyos desplazamientos a las cárceles entrañan costes económicos y riesgos de accidentes que se suman a la angustia de la separación y la distancia. Los derechos deberían respetarse al margen de cualquier contenido emocional, pero conviene recordar que muchos de los afectados son padres, hermanos o compañeros y sufren como padres, hermanos o compañeros, dolor que no tiene ninguna coloración política y que, por eso mismo, nos interpela a todos por igual.

A la política de dispersión hay que añadir, a partir de la sentencia del Tribunal Supremo del 28 de febrero de 2006, la conocida como «doctrina Parot» o doctrina 197/2006, que convirtió en legal la violación del derecho. Según esta sentencia, que establece de facto la cadena perpetua en el Estado español y que fue confirmada por el Tribunal Constitucional, las reducciones de pena por beneficios penitenciarios se aplican al cómputo fijado en la condena y no al máximo legal permitido, lo que determina que 85 de los presos vascos hayan visto alargadas sus condenas. 65 de ellos permanecen en prisión una vez cumplidas las penas previstas y 20 de ellos han salido en libertad después de ver prolongada su estancia en prisión. Es difícil entender de qué manera la doctrina 197/2006 es compatible con el propósito declarado en la Constitución de convertir la privación de libertad en un vehículo de «reeducación» y «reinserción» del condenado. Todo lo contrario.

Las sucesivas reformas del código penal, dirigidas a un tipo concreto de delito («terrorismo») y a un determinado sector de la población (en este caso, la vasca), convierten la ley, contra el Derecho mismo, en un instrumento de revancha, confirmando paradójicamente el carácter «político» de los reclusos vascos y el estado de excepción, antijurídico y antidemocrático, vigente de hecho en el Estado español. Esta contradicción entre «ley» y «derechos» ha sido contundentemente señalada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que el 12 de julio de 2012 consideró la doctrina 197/2006 contraria a los artículos 7 y 5.1 de la Convención Europea de Derechos Humanos e instó al gobierno español a poner en libertad a Inés del Río Prada, quien había cumplido su condena en 2008. El gobierno de Rajoy se ha negado a acatar este sentencia vinculante de una instancia europea -mientras se somete, como sabemos, a los dictados económicos de la UE, frente a los cuales se muestra mucho menos «independiente»-. Si se trata de violar los derechos humanos y los derechos sociales -nos viene a decir el PP- lo que no se puede pedir es coherencia.

Hay que añadir, además, el caso de los 13 presos vascos que sufren enfermedades graves e incurables, y a los que los tribunales, con arreglo a la ley y con arreglo al derecho, deben poner en libertad a fin de garantizarles una atención sanitaria adecuada y una vida digna. El caso reciente de Iosu Uribetxebarria, enfermo de cáncer desde hace cinco años y cuya excarcelación consiguió impedir el gobierno, con vengativo ensañamiento, hasta el pasado 12 de septiembre, no debería repetirse. Una vez más las ideas de revancha y represalia -y de intimidación política- dominan sobre los principios jurídicos propios de un Estado de Derecho democrático que ha rubricado todas las convenciones y tratados internacionales.

Estas tres conculcaciones -dispersión, doctrina 197/2006, desprecio por los enfermos- son las que centran la convocatoria de Herrira del próximo 12 de enero. Bueno, son cosas de vascos, que afectan sólo a los vascos y además a vascos «terroristas». ¿Por qué habría de preocuparnos a los españoles? En efecto, la cuestión no es que sean vascos, pues en realidad tampoco nos preocupa la situación de los otros presos, por no hablar de la de los emigrantes. Dejemos a un lado a las víctimas de estas violaciones, la lengua que hablan y el color de su piel, su proyecto político, si tienen o no madres y hermanos; olvidemos el dolor de los «delincuentes» y los «terroristas» y la angustia de sus familias. Lo que debería importarnos y mucho es que «nuestro» Estado y «nuestra» democracia viole los derechos humanos, reforme las leyes contra la legislación internacional, criminalice a los disidentes y torture a los detenidos. Es un asunto «nuestro», sin duda, y que nos aprieta ya a todos la garganta, aunque mantengamos cerrados los ojos. No importa quiénes sean los afectados. Si no defendemos sus derechos, es que no hay derecho. Y si no hay derecho, nada nos garantiza nuestro derecho a la libertad. Estamos ya de algún modo también presos.

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