Antonio Alvarez-Solís Periodista
¡Han venido los vascos!
En febrero de 1937 iba yo para los nueve años en el Mieres republicano en que me había sorprendido la rebelión militar fascista. La línea de fuego estaba a veinte kilómetros. Poco después del mediodía, un muchacho de mi panda, hijo de un minero que estaba en el frente de Oviedo, entró como un cohete en el jardín de la abuela gritando que habían venido los vascos. «Me lo ha dicho mi madre», me aclaró. Yo no tenía ni idea de quienes eran aquellos vascos que suscitaban el entusiasmo del otro niño. «Vienen para tomar Oviedo, que también me lo ha dicho mi madre», insistía el chico. Había que ir a verlos. Los vascos habían aparcado sus autobuses en La Pasera, una gran vía urbana que discurría frente a la mina cuya boca daba al centro de la villa. Recuerdo el color de los autobuses; los laterales iban pintados de un azul claro y el techo y los rebordes de las ventanillas lucían en un amarillo crema. En la banda lateral azul creo recordar un óvalo dorado que servía de marco a algo que me pareció una virgen, quizá la de Begoña. Ahí es donde se armó un cierto toletole entre un grupo de milicianos del país y los vascos. Cierto que los mandos de ambas partes resolvieron sin esfuerzo la situación, que acabó en abrazos. Pero durante la discusión, los de la panda nos habíamos arrojado al suelo formando un montón protector en cuyo fondo estaba yo apretando en una mano un paquete con cuatro galletas maría que me había dado un gudari. Apreté hasta que las galletas se convirtieron en polvo; entonces, con auténtico espíritu colectivista, yo abrí la mano y uno por uno, en perfecto orden, fuimos lamiendo mi palma. Ahora los huesos de los gudaris del comandante Saseta, muertos en combate contra el fascismo en la parroquia de Areces, vuelven a su tierra. Nunca les olvidaré. Fueron los primeros seres que me trasmitieron libertad. Quizá por ello yo quiero reposar junto a ellos en Euskal Herria.