2013, UN AÑO PARA LAS SOLUCIONES : EUSKAL HERRIA I ANÁLISIS
Subversión institucional
Sostiene Zubiaga que hasta ahora la comunidad vasca ha estado marcada por la interacción entre «una potente movilización social y unas instituciones autonómicas relativamente débiles». ¿Y ahora? Cree que unos, como el diputado general de Gipuzkoa, ya «piensan institucionalmente», y otros, como el lehendakari, deberán empezar a «pensar subversivamente»
Mario ZUBIAGA I Profesor de la UPV-EHU
Los paises democráticos, como las familias felices de Tolstoy, son todos bastante parecidos. Sin embargo, Charles Tilly nos recuerda que el convulso recorrido histórico hacia la democracia suele ser muy diverso y azaroso. Simplificando la cuestión, podríamos decir que la democratización coetánea a la construcción estatal puede seguir la vía del estado fuerte o la del estado débil. Normalmente la calidad política de un país depende de su modo de llegar al umbral democrático. Si se parte de un Estado fuerte con una sociedad civil débil, las adherencias autoritarias serán mayores que si el recorrido se ha hecho a partir de una comunidad política fuerte con un aparato institucional más precario. Es nuestro caso.
A lo largo del último ciclo de protesta, la comunidad política vasca -el demos vasco-, se ha construido en la interacción constante entre una potente movilización social y unas instituciones autonómicas relativamente débiles que, sin embargo, han tenido suficiente capacidad para integrar y gestionar, siquiera parcialmente, las demandas populares.
Este equilibrio de poder es una de las principales razones por las que la máquina democratizadora vasca ha generado en hegoalde un sistema social, político y económico más avanzado que el dominante en España, su estado de referencia. Sin pretender idealizar el resultado de este empate, la conformación de un demos vasco diferenciado que todavía alienta la ilusión de autogobernarse sin tutela alguna, no es una cuestión baladí en un mundo dado al escapismo individual y colectivo. Sobre todo cuando esa demanda nacional está tendencialmente unida a la exigencia de mayores cotas de justicia e integración social.
El éxito relativo que supone la existencia de un demos vasco diferenciado permite compartir un relato acerca de lo ocurrido durante los últimos decenios. Tanto unos como otros han fracasado, tanto unos como otros pueden congratularse por lo conseguido, y la dependencia mutua ha sido tan involuntaria como inevitable. Nadie puede adivinar qué hubiera pasado si todas las fuerzas abertzales hubieran optado por la ruptura en Txiberta o por la integración total en la reforma. El caso cierto es que la reivindicación nacional dividida ha tenido un componente virtuoso insospechado.
Sin embargo, agotado ya ese modelo, la dialéctica «fuera/ dentro», imprescindible para avanzar en la construcción del demos vasco, se ha visto en la tesitura de adquirir formas renovadas. El año 2013 verá seguramente el despliegue de un nuevo perpetuum mobile democratizador. Ahora que lo institucional deja de ser ajeno, ¿cuál es la tensión que permite el cambio?
1. Evitar la tentación del anti-institucionalismo, pero sin confiarlo todo a la institución. La acción institucional es neutra respecto al cambio social y político. El profesor de Harvard Hugh Heclo, en su obra «Pensar Institucionalmente», describe acertadamente esta neutralidad cuando afirma que «el modo institucional de pensar no es ni mejor ni peor que aquello que institucionaliza». Si se trata de no aplicar recortes lesivos para la clase trabajadora o establecer la cooficialidad real del euskera en toda Euskal Herria, nadie podrá rechazar la conveniencia de la acción institucional desde una perspectiva abertzale y de izquierdas. Cuando lo público se convierte en instrumento de coerción para disciplinar a la sociedad según los intereses de la acumulación privada, la acción institucional alternativa es clara: defender y desarrollar lo común hacia el buen vivir, más allá incluso de la lógica del bienestar. Y lo común es inseparable de una autonomía social que cualquier institución responsable debería fomentar por encima de todo, cerrando el paso al delegacionismo o al dirigismo, sea éste institucional o partidario.
2. Gestionar las contradicciones en un escenario complejo, pero sin caer en el pragmatismo sucio. La tensión entre las demandas sociales planteadas según una lógica popular plural pero articulada, y la lógica diferencial que obliga a ocuparse «separadamente» de los problemas de toda la ciudadanía, esté o no movilizada, se traslada al interior de la institución, y obliga a una geometría variable, en ocasiones, contradictoria. La reflexión apresurada sobre el ciclo histórico previo puede conducirnos a un doble error: por un lado, pensar que la opción por la más extrema de las formas de lucha era expresión natural de una sociedad ideológicamente radicalizada en la misma medida, y, por otro, considerar que al abandonar dicha forma de lucha, la radicalidad política se pierde por el mismo desagüe. Ni una cosa, ni la otra. La mera existencia de la lucha armada no era garantía de pureza doctrinal o virginidad política, pero indudablemente funcionaba como antídoto contra las versiones más banales y corruptas de la institucionalización. La capacidad para el acuerdo multilateral, recién descubierta, permite navegar cuando las mayorías institucionales no son muy claras, pero, al tiempo, puede arrastrar a una fuerza política todavía limpia al mero «intercambio de cromos» dirigido a la satisfacción de las propias redes clientelares. Por ahora, Ulises resiste a las sirenas.
3. Inspirarse y creer en la estatalidad, pero sin esperar al «Independence Day». No estamos en Bolivia o Venezuela. Allí, los dilemas institucionales típicos en la izquierda se producen en un marco estatal estable. En nuestro caso los espacios institucionales en los que incide el abertzalismo están sujetos a ordenamientos estatales inflexibles, pseudoautoritarios, poco proclives al entendimiento razonable. El reciente episodio de la paga extra, es, en parte, una nueva edición de la filosofía que ha animado la respuesta del abertzalismo al sistema político español: buscar o sortear la legalidad con artificios discursivos y triquiñuelas jurídicas, simular, aparentar y mentir, utilizar el eufemismo y la picaresca: es decir, españolear. Decimos «en parte», porque todavía hay margen para que lo que hoy es una estratagema se convierta mañana en un verdadero uso institucional alternativo.
No se trata de lanzarse a la primera de cambio a un choque de trenes que por ahora circulan en distintos anchos de vía. En esto también funcionará la geometría variable y la inteligencia política, pero posiblemente a lo largo del año 2013 se cerrará el tiempo de la simulación y la engañifa. Y me temo que en esto habrá que ser vanguardia, nadie ofrecerá pactos en primera instancia.
Según el momento, el lugar y la política pública a gestionar, el modelo institucional oscilará entre un funcionamiento reglado basado en coaliciones diversas y una lógica desobediente soberanista. La estatalidad material puede densificarse a través de nuevos ensamblajes institucionales, y, al mismo tiempo, las estructuras estatales formales pueden ir surgiendo en aquellos espacios donde democráticamente ello sea posible. No son procesos alternativos, sino complementarios, y ambos, si responden realmente a esa inspiración estatal, van a necesitar tarde o temprano un desborde competencial desobediente. Sin frivolidad ni improvisación de ninguna clase, pero sin olvidar en momento alguno que a nuestras instituciones las habilita la voluntad democrática de la ciudadanía vasca y no su integración en un determinado ordenamiento jurídico.
Y eso debiera valer tanto para el diputado general de Gipuzkoa como para nuestro flamante nuevo lehendakari. Si unos ya «piensan institucionalmente», es posible que otros tengan que empezar a «pensar subversivamente». En todo caso, ambos deberían comenzar a «pensar estatalmente», si no se desea malvivir otros cuarenta años bajo la «consociativa» doctrina del Tribunal Constitucional. El primer paso es creer que se están gestionando estructuras genuinamente estatales; el segundo, actuar en consecuencia.
Por eso, cuando hablamos de democratización, el título con el que empieza el artículo es un oxímoron tan solo aparente. La subversión institucional sub-vierte, coloca arriba lo que esta debajo, es decir, convierte en norma la voluntad mayoritaria de la ciudadanía. Al tiempo, la subversión institucional no cae en el puro utopismo, ni pierde de vista que el presente se construye sobre la experiencia del pasado, y que, por tanto, los abertzales que nos precedieron y permitieron llegar al siglo XXI con algunas estructuras proto-estatales no fueron incapaces o cobardes. Del mismo modo, la acción institucional subversiva supera tanto la conveniencia cortoplacista como la sumisión que busca el mero mantenimiento en el poder, y nunca olvida que la institución, además de seguridad y previsibilidad, debe ofrecer cauce a la voluntad popular y su deseo de cambio. Aunque éste sea ilegal... por el momento.