Como reza el proverbio judío, «el abismo llama al abismo». Quien anda por un camino equivocado -no subiendo los impuestos a las clases altas, recortando servicios y vendiendo bienes públicos- va hundiéndose más en el abismo que crea él mismo con sus perversas políticas, ya que una mala acción suele conducir a otra, a menudo mayor, y se entra en un círculo vicioso, en una espiral destructiva. Ese recordatorio de la sabiduría judía viene a cuento en relación a las negociaciones sobre el llamado «abismo fiscal» de EEUU que, tras un acuerdo in extremis en el Senado, todo indica que también se aprobará en la Cámara de los Representantes. Será un acuerdo fiscal tímido en el que los republicanos dejarán de lado su oposición por principio a la subida impositiva de las grandes rentas, que los demócratas podrán vender como un punto de inflexión que transforma el modelo de encarar los serios problemas fiscales de EEUU solo mediante los recortes, pero que, en realidad, hará que esa batalla esté lejos de terminar.

El acuerdo aumenta la presión impositiva sobre las rentas de más de 450.000 dólares anuales, lejos de los 250.000 dólares que Obama puso en campaña como listón más alto para las clases medias. Unos y otros podrán clamar victoria, podrán comprar tiempo y mitigar en cierta manera el miedo de una recesión económica global. Queda por ver la segunda parte del acuerdo: dónde se recortará el gasto público y cuál será su impacto en los programas de ayuda a los desempleados y en la economía real. EEUU quizá se tome un respiro y aumente sus recursos, pero no está libre de la presión de una oligarquía financiera que amenaza con la deuda a su Gobierno como lo haría un banco a una familia en bancarrota, forzándole a vender bienes públicos como si se tratara de la plata familiar.

Ahí reside el verdadero abismo que no han podido evitar. La centralización del control financiero sobre la sociedad seguirá siendo parte del paisaje de EEUU.