Curzio Malaparte: El gran camaleón
Maurizio Serra es el autor de «Malaparte, vidas y leyendas», (Tusquets) biografía del controvertido autor italiano que obtuvo el premio Goncourt de Biografía.
Juanma COSTOYA
El escritor italiano Curzio Malaparte (1858-1957) fue una figura controvertida en vida y la polémica sobre su legado literario y su personalidad continúan humeando decenios después de su muerte. Su trayectoria pública, corriendo siempre en auxilio del vencedor y pasando, a lo largo de los años, de un fascismo ácrata a un comunismo estético, provocó tantas adhesiones como rechazos sonoros. Su personalidad atesoró la virtud de no dejar a nadie indiferente y si, personalmente, celebró alguno de sus éxitos políticos y literarios, se diría que buena parte de sus defenestraciones públicas le causaron aún más satisfacción en la medida que ayudaron a forjar su leyenda de intelectual de acción y a contracorriente. De su magnetismo y carisma da idea el hecho de que, literalmente, en su lecho de muerte en una clínica romana, Togliatti por el Partido Comunista, Fanfani por la Democracia Cristiana, y por supuesto, el Vaticano, litigaron entre sí e intrigaron por horas, para que el moribundo aceptara el carné de sus partidos respectivos o una conversión al catolicismo (era protestante al igual que su padre, Edwin Suckert, casado con una florentina). Fácilmente caricaturizable y hasta simplificable debido a sus posturas extremas, contradictorias y estéticas, pocos biógrafos se han acercado con garantías a su oceánica y permeable personalidad.
El diplomático y escritor de origen italiano Mauricio Serra firma «Malaparte, vidas y leyendas» (Tusquets editores) un ensayo biográfico que explora de forma perspicaz, exhaustiva y ágil, el enigma que fue la persona pública y la obra literaria de Kart Erich Suckert, quien en su juventud cambió su nombre por el más literario de Curzio Malaparte. Cuando le preguntaron a qué obedecía tan singular apelativo respondió que Bonaparte ya había habido uno....
Ambición
Malaparte fue sin duda, un adorador de la fuerza, un mitómano y un ambicioso oportunista. Si el valor físico es una virtud, Malaparte fue virtuoso en numerosas ocasiones, algunas a muy temprana edad. Antes de cumplir los 18 y alistándose como voluntario combatió en la I Guerra Mundial. La experiencia le marcó para los restos, ideológicamente primero, propiciando su acercamiento a una forma de fascismo en el que se combinaban elementos marxistas y anárquicos; y físicamente después: en Bligny, su cuerpo de ejército fue gaseado, ocasionándole una lesión crónica en los pulmones que le conduciría a un cáncer mortal decenios más tarde.
Su gran ambición, fallida, fue la carrera diplomática. En el largo camino de esa preparación «por libre» se hizo periodista con ambiciones literarias. Por supuesto, y desde el 20 de setiembre de 1922, en su cartera guardaba el carné que le acreditaba como afiliado al fascio de Florencia. Nunca fue un fanático y su lucidez le hizo ver que el fascismo italiano solo podría establecerse con firmeza en el poder a condición de no molestar a los verdaderos amos de la península transalpina, a saber: la monarquía, el clero, los aristócratas terratenientes del sur y los industriales del norte. Lo que sobraba era para Mussolini, y la personalidad de Malaparte, incapaz de reprimir un sarcasmo aún a riesgo de perder una amistad, se lo recordó de una y mil formas, en persona en alguna ocasión y muchas más a la sombra de conversaciones público-privadas con los jerarcas del movimiento, en especial con Galeazzo Ciano, el cuñadísimo. Mussolini, acostumbrado a tratar con aduladores y esbirros, pensó con ingenuidad que imponiéndolo en la dirección del diario «La Stampa» le taparía la boca para siempre. Por supuesto Malaparte no duró ni dos años en tan goloso cargo, habiendo utilizado tan privilegiado altavoz para disparar a diestro y siniestro, especialmente contra Mussolini y contra el mismísimo propietario del periódico, Agnelli, patrón de patrones y dueño de la FIAT. Su primer libro importante fue «Técnica del golpe de Estado», publicado en 1931 en París. Mauricio Serra, su biógrafo, recoge con intuición lo mucho que le habría gustado a Malaparte saber que este libro fue uno de los más atentamente leídos por Ernesto Che Guevara, tanto en la universidad como en el maquis; y que gente tan distinta como los coroneles griegos se habían inspirado en esta obra para llevar a cabo el pronunciamiento de Atenas en 1967.
Prisión y confinamiento
Cuando Malaparte ya llevaba muchos años muerto, Bruce Chatwin, el escritor británico de viajes, le dedicó un artículo corrosivo «entre las ruinas», en el que comenta a vuela pluma «Técnica del golpe de Estado» y donde, a pesar de todo, le reconoce una intuición sobrecogedora al catalogar la personalidad de Hitler en fecha tan temprana como 1931. Bajo el significativo título de «Une femme: Hitler» Malaparte escribe, «ese gordo y jactancioso austriaco, de ojos duros y desconfiados, ambiciones fijas y planes cínicos... Su héroe es un Julio César en trajecito tirolés... La dictadura, la forma más completa de la envidia en todos sus aspectos, político, moral, intelectual. Hitler el dictador, la mujer que Alemania se merece».
A la cancillería berlinesa le faltó tiempo para llamar a Roma y al regreso temerario de Malaparte a la Ciudad Eterna, fue detenido, apaleado y conducido a la prisión de Regina Coeli. Mussolini, como si el penado fuese un senador de la Roma Imperial caído en desgracia, le condenó a cinco años de destierro en la isla de Lípari. Un exilio que el Duce acortó y permitió que fuera casi confortable.
Al regreso de su confinamiento fundó «Prospettive», una revista cultural de tendencia surrealista y en la que publicaron Ezra Pound, André Breton, Alberto Moravia, De Chirico, Paul Élouard. Es entonces cuando inicia su fructífera carrera como corresponsal de guerra; primero, en la aventura imperialista de Mussolini en Etiopía, y más tarde, con Italia sumergida en la II Guerra Mundial y embutido en un almidonado e impecable uniforme de capitán del V Regimiento Alpino, cubriendo el ridículo de las tropas italianas ante el intento de invasión de Grecia.
El «Corriere della Sera» le envía como corresponsal al frente ruso. Allí, gracias a sus contactos y a su capacidad de seducción, logra conocer y tratar a los altos jerarcas nazis, entre ellos a Hans Frank el carnicero, gobernador general de la Polonia ocupada, un tarado con dos aficiones: disertar sobre música y arte ante invitados reunidos sobre una cubertería de plata, y disparar como francotirador aficionado sobre los judíos confinados en el gueto de Cracovia. De la Rusia ocupada por la Wehrmacht, Malaparte se traslada al frente fino-soviético donde coincide con el embajador franquista Agustín de Foxá, el autor de «Madrid, de corte a checa». Fue una amistad fructífera que quedó reflejada en «Kaputt», el libro que condensa su experiencia en el frente del este. «Kaputt» es, junto con su secuela, «La Piel», la obra cumbre de Malaparte. Su primera lectura es deslumbrante y evoca un delirio febril, algo así como contemplar la obra de Pieter Brueghel «El triunfo de la peste» en ayunas y con resaca.
Sus artículos periodísticos, distribuidos desde Suecia al resto del mundo, dieron a entender desde el principio que Alemania estaba condenada. La Gestapo trató de silenciarlo, pero Malaparte ya volaba hacia Roma desde Estocolmo. Era 1943 y el Duce acababa de ser sustituido en Roma, los aliados preparaban la invasión de Sicilia y Malaparte supo que, de nuevo, era hora de dar una vuelta de tuerca a su destino. Cuando los norteamericanos liberaron Nápoles le encontraron en su casa de Capri, la inclasificable «Casa come me» (Villa Malaparte) diseñada por él mismo, sentado ante su escritorio frente al mar.
En China
Una vez finalizada la contienda mundial Malaparte se vinculó al Partido Comunista y se marchó de Capri. Algunos isleños y muchos napolitanos no le perdonaban su pasado colaboracionista, y sobre todo, la imagen que ofreció de la ciudad del Vesubio en su novela «La piel». París, que siempre había sido una plaza amable para Malaparte, fue su siguiente destino. Allí publicó su primera obra relevante quince años antes y allí mantenía la amistad, entre otros, de Jean Cocteau. En la ciudad del Sena estrenó una obra de teatro sobre Proust y en Londres otra sobre Karl Marx que pasaron sin pena ni gloria.
Malaparte, hasta entonces un hombre espartano y fibroso, comenzó a engordar y a sorprender en las tertulias literarias romanas con la ocurrencia de cruzar Estados Unidos de costa a costa en bicicleta. Mao Tse Tung, el líder de la Revolución china fue su último ídolo, el postrer padre padrone al que se vincularía. En 1956, casi diez años antes del muy publicitado viaje de André Malraux a Pekín, Malaparte se embarcó en un viaje por la Unión Soviética y China. Un domingo de mediados de noviembre se levantó con fiebre. El médico chino le diagnosticó una infección pasajera. Era un cáncer incurable de pulmón. Malaparte, camaleónico hasta el final, regresó a Roma, legó su casa de Capri a la República Popular China y, en su lecho de muerte, se convirtió al catolicismo y recibió la extremaunción.
El 9 de junio de 1944, a los tres días de haber desembarcado con su regimiento en Normandía caía mortalmente herido el soldado Keith Castellain Douglas. Tenía 24 años pero sus poemas ya habían sido alabados por T.S. Elliot. Detrás suyo dejó innumerables testimonios de afecto por parte de sus camaradas y una obra singular “De El Alamein a Zem Zem” (Reino de Redonda), un relato autobiográfico de la guerra de blindados en el desierto. A diferencia de Malaparte, Douglas no habla en su obra de movimientos tácticos para hacerse con el poder, ni de jerifaltes con pretensiones. El inglés se inspira en una guerra en la que siguen perviviendo las cosas pequeñas: los amaneceres, los libros y las flores del desierto, pero también las heridas infectadas por las moscas egipcias, el miedo y la muerte. Todo ello sin el más mínimo asomo de dramatismo o afectación. Tampoco era un hombre ambicioso ni un oportunista. Douglas fue un hombre de acción dotado de una personalidad compleja, un individualista anárquico que no dudaba en actuar por su cuenta, lo que le procuró alguna satisfacción y múltiples problemas.
Plutarco, el historiador clásico, definió bien, a muchos siglos de distancia, ambas personalidades sin conocerles. En su obra “Vidas Paralelas” el ambicioso, encantador de serpientes, y mudable Alcibíades es la esencia de Curzio Malaparte. Eumenes, único griego entre macedonios, fiel a Alejandro en vida y después de muerto, es el resumen del carácter de Keith Douglas.J.C.