José Miguel Arrugaeta | Historiador
Le debo una canción a Txomin Ziluaga
«Le debo canciones a muchas personas y momentos, sin embargo mi capacidad poética y musical es bastante deficiente así que a falta de canciones y para cumplir esta deuda me limitaré a juntar palabras, ideas e imágenes para hacer una elegía a mi manera de ese hombre de cuerpo entero que fue Txomin Ziluaga». Es así como introduce el historiador este texto dedicado al recientemente fallecido dirigente abertzale que es, dice, «un acto de mera justicia».
La izquierda abertzale ha contado a lo largo de su accidentado recorrido con numerosas personas admirables, miles y miles de hombres y mujeres entregados, voluntariosos y comprometidos que han sabido dar lo mejor de sí mismos con altruismo y desinterés, en aras de la independencia y el socialismo. Este hecho persistente ha sido el músculo, los nervios y el cerebro colectivo que definen a esta izquierda como mucho más que un partido clásico, incluyéndola directamente en lo que se puede calificar como un movimiento político, social y cultural de amplio espectro, con ánimo de mayorías y capacidad transformadora.
Sin embargo, toda masa humana está compuesta por la suma de muchos rostros y nombres, cada uno con su propia historia personal, y hoy quiero referirme a uno de ellos, a Txomin Ziluaga, con la sensación de que se lo debo como acto de mera justicia.
Yo conocí a Txomin por primera vez hace ya muchos años, en una reunión preparatoria para el recibimiento de la Marcha de la Libertad en Bilbo, su intervención en aquel tenso encuentro fue corta y cortante. Yo era apenas un joven de 18 años y aún no había captado que el momento era de deslindar y aclarar. El dilema entonces parecía ser abertzales o españolistas (y es bueno señalar que este término fue acuñado a inicios del siglo XX por los propios partidos españoles). La verdad es que no entendí ni compartí lo que planteó, sin embargo, posteriormente, la experiencia me enseñaría que cada momento tiene su prioridad, y cada prioridad acaba encontrando su momento. Les confieso que la primera imagen que me dejó Txomin fue la de un hombre duro, seco y áspero, y esa impresión de él me acompaño durante demasiados años.
A partir de entonces Txomin se hizo cada vez más presente y visible en la escena política vasca como uno de los dirigentes del partido HASI y de KAS. Y a mí siempre me intrigó cómo una persona podía multiplicarse tanto y en tantas cosas a la vez. No faltaba a nada, «dando la cara» todo el tiempo, en el sentido estricto del dicho, mientras su poblado bigote, estilo soviético, se convertía en parte casi consustancial del paisaje de la izquierda abertzale en aquellos años duros y peligrosos que tenían, cada vez más, un tono gris plomo.
Y tengo grabadas en mi memoria dos imágenes, de aquellos tiempos, referidas a su persona que resultan imborrables, como si fueran dos pinceladas impresionistas: una es él, en primer plano, sosteniendo, en medio de golpes y abusos policiales, el féretro de un compañero muerto en la cárcel (junto a otro grupo de valientes y corajudos, que son los adjetivos precisos, dignos de aquel grupo de hombres). Era pura metáfora, Txomin estaba dispuesto a cualquier cosa antes que abandonar a un compañero, aunque estuviese muerto. Y la segunda escena es el dolor, contenido y rabioso, durante el funeral y posterior homenaje de quien fuera su amigo y hermano, esa gran e inmensa persona que fue Santiago Brouard (asesinado por encargo de autoridades españolas, aún pendientes de castigo). Pero les confieso, de nuevo, que a pesar de todo esto en mi mente seguía prevaleciendo la percepción de una persona algo distante, demasiado duro para mi gusto.
Luego, como si fuera un carrusel de luces y colores, vino Hipercor y se desencadenó la galerna. Txomin, y un numeroso y valioso grupo de compañeros y compañeras, fueron inesperadamente expulsados (o se fueron como consecuencia de una legítima solidaridad) durante el III Congreso de HASI. Excomulgados por un espíritu inasequible e invisible, sin derecho de apelación ni defensa.
En el medio, que siempre somos la mayoría, estábamos un montón de gente como yo, que no recibía muchas explicaciones ni argumentos, parece que no hacía falta, y los rumores se supone que debían ser material suficiente para interpretar el oráculo. Pero entonces éramos jóvenes y soldados, por eso muchos asumimos el hecho, y hasta conseguimos darle diversas y peregrinas explicaciones a la situación, mientras que Txomin y sus compañeros se convirtieron, de la noche a la mañana, en algo parecido a unos apestados entre los suyos. A mí, sinceramente, no se me ocurre qué mayor castigo se le puede infligir a alguien que ese inxilio (exilio interior), al que se condenó a Txomin y sus amigos.
A pesar de la injusticia (nuestra injusticia), este hombre guardó prudente silencio sin dejarse llevar por cantos de sirenas, siempre amables y sospechosamente generosas. No se defendió, y en este caso el que callaba no necesariamente otorgaba la razón.
Decidió claramente seguir viviendo como pensaba y pensar como vivía. Fue reconstruyendo su vida personal, sin apartarse un milímetro de los suyos, a pesar de que lo mirasen con desconfianza. La actitud de Txomin en aquellos tiempos me demuestra que había descubierto (unos años antes que yo), como si fuese un filósofo, que la única fuerza capaz de derrotar a la izquierda abertzale es ella misma y sus torpezas.
Y pasó el tiempo, y las olas sobre el mar, hasta que poco a poco comenzó a publicar ideas y reflexiones esporádicas, que yo siempre leía con interés, pues a la gente que «sabe» hay que prestarle atención. El resto de las noticias sobre Txomin para mí eran mensajes y comentarios de buenos amigos compartidos.
Pero la vida da muchas vueltas, y la historia a veces tiene la condescendencia de darnos segundas oportunidades, así que hace ya unos años tuve la posibilidad de volver a verlo. Txomin había venido con un grupo de amigos a una boda en La Habana, con él estaba también su compañera de vida y de lucha, la misma que lo acompañaba en mi primer encuentro con él, y en un día especialmente soleado y azul, un grupo de refugiados pasamos unas horas con ellos. Su bigotón había encanecido, a todos nos habían caído los años, pero sobre todo habíamos tenido un recorrido vital lleno de pruebas y obstáculos. Yo pensé lógicamente que sería un hombre herido por lo que sufrió, sin embargo apenas le dedicó unos momentos al pasado amargo, comentó, como quien no quiere la cosa, que le habían «llamado» para pedirle disculpas y comenzó a hablar con entusiasmo del presente, del futuro y de la calidad de la nueva hornada de dirigentes jóvenes. Eran los tiempos de Lizarra-Garazi y la izquierda abertzale iniciaba un viraje lento en busca de nuevos rumbos, un camino que nos ha traído por etapas hasta el momento actual.
En contra de la imagen de su persona que me acompañó durante muchos años, percibí claramente, en aquella tarde caribeña, que quien hablaba no solo era un militante, un hombre siempre comprometido con su pueblo, sino que además tenía un corazón realmente grande y generoso, muy cercano.
Txomin fue un revolucionario, contra viento y marea, leal a sus ideas y a los suyos sin importar las circunstancias, un ejemplo, por eso le debía una canción, para que no se nos olvide y para que los más jóvenes de entre nosotros tengan conciencia de que a lo largo de estas décadas ha habido, y hay, muchos Txomin Ziluaga en nuestro pueblo.