Desmontando el mito de la austeridad
El dominio de la ideología neoliberal ha reducido en gran medida el debate económico a una cuestión de matices. Y el horizonte de una alternativa económica convincente permanece desastrosamente, peligrosamente esquivo. Ni la alternancia política entre socialdemócratas y conservadores ha impedido que la narrativa del déficit público como el mayor de los peligros, el problema económico por antonomasia, haya variado. Ambos han sucumbido a la austeridad -con su furia asfixiante de recortes y de ajustes, con su terrible potencial destructivo- como único tratamiento posible ante la crisis. Reducir el gasto social, evitar a todo precio el déficit público, obligar a las administraciones a no vivir por encima de sus posibilidades presupuestarias, a funcionar al dictado de una disciplina impuesta, con un rigor extremo, han sido parte de un creencia casi religiosa -la «inevitable» austeridad- de la que sus devotos empiezan ya a dudar.
El Fondo Monetario Internacional, que falló estrepitosamente a la hora de predecir la crisis y tanto contribuyó a su expansión, reconoce ahora en un informe que subestimó el efecto de la austeridad sobre el desempleo. Asimismo, el Instituto de Macroeconomía y Estudios Coyunturales de Alemania recomienda un cambio radical de estrategia. ¡A buenas horas!, podría exclamarse, para después preguntarse por qué han tardado tanto en reconocerlo cuando todos los indicativos apuntaban a un daño severo en la economía.
Cuesta creer que gobiernos que tienen encomendada la mejora del bienestar de sus ciudadanos apliquen deliberadamente políticas que obligan a la gente al desempleo. Pero así es. Las exigencias de los mercados han limitando seriamente el funcionamiento democrático. Estos prefieren «inversores competentes» que «electores inconscientes». Por ello, desmontar el mito y desechar los fundamentos de la austeridad requiere ante todo la recuperación del control ciudadano sobre las decisiones que determinan la vida de la gente.