Política de venganza y solidaridad desbordada
El Gobierno español ha alimentado durante décadas un populismo punitivo en relación a los presos políticos, ha manipulado las más bajas pasiones para mantener una situación de excepcionalidad, al margen de la finalidad de excarcelación, propia de cualquier sistema penal decente. Ha hecho de la cadena perpetua la expresión máxima de su «justicia». Ha pretendido proyectar ante este país que encierra a los presos de por vida y que luego arroja la llave al fondo del mar. Ha representado un cuello de botella donde una persona presa no pueda salir a menos que se arrodille. Su política penitenciaria ha sido la expresión de una violencia mecanizada, de masas, dirigida contra una comunidad organizada al objeto de humillarla, de vaciarla de confianza en sí misma, de liquidar su voluntad colectiva.
Esa intransigencia extrema es percibida por una gran parte de este país como un acto de venganza. Pero, además, en la actual coyuntura, la negativa a atender los derechos de los presos vascos, a humanizar su situación, a ser proactivos en la consecución de la paz tiene un objetivo claro: pudrir la esperanza, bloquear las expectativas, evitar que el proceso se alimente y que el escenario se consolide. Quieren así moldear el devenir del proceso político vasco a su imagen y semejanza, como un intercambio de golpes en medio de la provocación permanente. Y se han enrocado en ese ensañamiento creyendo que el tiempo corre a su favor y que el tema de los presos será cada día menos de la sociedad y más de sus familias, convencidos de que con esa carga en la mochila el recorrido del independentismo vasco será más trabado y más fácil de gestionar.
Frente a la política de venganza, Bilbo se desbordará nuevamente de solidaridad. Acudir a esa cita da fuerza, pero tener que hacerlo, otro año más, es algo triste y motivo de reflexión. La liberación de los presos, que vuelvan sanos y pronto a sus casas es, además de una obligación moral, un reto urgente y no condicionado.