CRíTICA: «El muerto y ser feliz»
El audiocomentario que se adelantó a los extras del DVD
Mikel INSAUSTI
Apesar de que el cineasta homónimo de Bilbo llevaba ya tiempo trabajando antes de su irrupción con «Todo lo que sé de Lola», Javier Rebollo nunca ha querido adoptar un nombre artístico. Actualmente sigue estancado en un tipo de experimentación que no le conduce a ninguna parte. Tiene un reducido sector de la crítica que le apoya, y que no le ayuda a salir del ensimismamiento que se ha apoderado de su persona. «El muerto y ser feliz», producida por el paladín de las vanguardias festivaleras Luis Miñarro, es una película que se puede definir de autista. Se desentiende por completo del espectador, al que se lo da todo masticado y digerido, negándole la posibilidad de participar en el acto creativo.
Me consta, porque tengo amigos que lo hacían, que en pleno apogeo de los videoclubs se estilaba lo de alquilar las películas para verlas con el audiocomentario. Pero siempre fue y sigue siendo un extra, en cuanto que añade una información en la versión doméstica que no la tienes cuando pagas la entrada en la sala de cine. Me parecería demencial hacer el primer visionado con el audiocomentario puesto, porque no te permite juzgar ese material que no conoces por ti mismo. Los audiocomentarios, por lo general, suelen ser a cargo del director o de algún miembro destacado del reparto. El otro Rebollo prefiere utilizar una aséptica voz en off, que tiene más de megafonía de centro comercial o de estación de autobuses que de narradora cinematográfica. La omnipresente locutora describe lo que se acaba de ver, lo que se está viendo y lo que todavía no se ha visto. Al cubrir el pasado, presente y futuro del viaje terminal que lleva a cabo el moribundo protagonista remarca, de forma redundante e innecesaria, el agotamiento del tiempo real en su existencia finiquitada.
Prescindiendo de la susodicha locución lo que nos quedaría, por salvar algo, sería la banda sonora de una de las películas argentinas de carretera que viene realizando Carlos Sorín. Y es que el sonido ambiental desplaza al paisaje visual e invita a cerrar los ojos.