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Ofensiva militar en Azawad

Una guerra «normal»

 

Maite UBIRIA Periodista

La intervención ordenada por Hollande es todo menos inesperada. Desde otoño y de forma más insistente en las últimas semanas, el propio presidente de la República y la práctica totalidad de los medios de comunicación han situado a Mali en el punto de mira de El Elíseo.

La violencia y opresión de los rebeldes islamistas sobre los ciudadanos de Mali son del todo rechazables, pero no deberían resultar ni más ni menos inaceptables que los métodos expeditivos de las nuevas autoridades libias, avaladas por París y el resto de las cancillerías occidentales, o las actuaciones de los alzados en armas contra Al-Assad en Siria, a los que París ha investido alegremente de la condición de oposición legítima al dictador.

Sin embargo, y más allá de esa fracasada escaramuza en Somalia, cabe preguntarse por qué Hollande ha elegido a Mali para su bautizo bélico en África.
El líder socialista ha expresado desde su llegada su vocación de cerrar definitivamente la página de la Françafrique, la política neocolonial desarrollada por todos y cada uno de los presidentes franceses –incluido Mitterrand– y en la que el componente militar y el indisimulado ánimo de lucro iban de la mano.

A pocas semanas de que Hollande hiciera un acto de contrición, parcial y tardío, sobre las masacres coloniales en Argelia durante su visita a la excolonia,  Francia ha utilizado el cielo argelino como pasillo para los Raffale que bombardean las bases –a la espera de que los partes de bajas civiles nos aclaren la naturaleza real de esos «objetivos militares»– de las milicias islamistas.

No parece que esta actuación sea el mejor modo de mostrar al Magreb que una nueva política exterior se abre camino en París como también parece irreal pretender que la que oficialmente se presenta como una intervención rápida –expresión que en sí mismo implica una boutade, dado que no se conoce ningún plan militar destinado a eternizarse en la búsqueda de una victoria bélica– abrirá un horizonte distinto en una región en la que la estabilidad es un bien precario.

La celeridad de los analistas franceses en reservar al flanco doméstico el grueso de sus reflexiones sobre la operación pone en evidencia que este no es el preludio de un nuevo tiempo en las relaciones de París con el pueblo africano, sino la repetición de una receta de fuerza que, bajo la apariencia de sustentar a gobiernos legítimos, se cocina en lo fundamental con ingredientes de la política interna.

Luego, al interrogante de por qué Malí podríamos responder con la pregunta de ¿Y por qué no? O escudriñando el pasado, bien prolijo en escaramuzas bélicas, estaría bastante justificado incluso el reformular la cuestión para exclamar ¡Por qué también en Mali !

Lo que está del todo descartado es que la operación responda a objetivos altruistas. La pérdida de influencia francesa en el área, con sus consecuencias económicas, desmiente de partida la tesis buenista. A esta «mini-guerra»  le precede un conflicto constante, y que se expresa de formas distintas, por el reparto de al menos dos sectores estratégicos: la energía y las materias primas.

Por lo demás, si Francia buscara difundir la paz y la democracia hace tiempo que habría contribuido a la búsqueda de soluciones pacíficas, entre otros, para los pueblos tuareg, en vez de emplear las bombas para aquilatar la presencia de la enseña tricolor sin esperar siquiera a defender sus intereses bajo el paraguas de las Naciones Unidas.

El presidente «normal», al que por razones distintas aguijonean tanto sus enemigos de la derecha como sus aliados de la izquierda, tratará de sacudirse el sambenito sobre su inacción y falta de resultados en el problema número uno que se llama crisis económica, sobre las vidas en un campo de batalla.

Sin embargo, la primera constatación es que resulta muy difícil recoger frutos seguros cuando se actúa en un escenario cuyos límites son, de partida, confusos, y pueden resultar, a poco tardar, inabordables. Ese «Francia está en guerra contra el terrorismo», enunciado por el ministro de Exteriores,  Jean-Yves Le Drian, remite inexorablemente al fracaso de la Administración Bush en su «guerra global contra el terror». De ello da cuenta el polvorín afgano.

Por cierto, no estaría de más que Sarkozy explicara para qué ha servido la guerra-invasión-ocupación de Afganistán, si al final de tantos muertos y de tanta devastación –por no hablar del dispendio económico–, lo más práctico ha sido ceder el Chateau de Chantillly para acoger una cumbre en la sombra destinada a dilucidar la situación afgana. En presencia, claro está, de representantes talibanes. Esa explicación serviría de guía para razonar, de aquí a un tiempo, sobre las implicaciones futuras del bautismo de fuego de Hollande en Mali.

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