CRíTICA: «Bestias del sur salvaje»
Una nueva tierra surgida de entre las aguas
Mikel INSAUSTI
Hay películas que cambian la evolución del cine, descubriendo que no todo está visto, y que todavía se puede sorprender al espectador con historias jamás contadas. Benh Zeitlin ha creado un universo nuevo partiendo de la nada, sin efectos especiales, sin decorados, sin apenas otros recursos que la naturaleza misma contemplada con una mirada diferente. Su elemental pero visionaria puesta en escena supera en capacidad imaginativa a todas las superproducciones apocalípticas de los grandes estudios, por lo que tiene de íntimo y emocionante aliento legendario.
El poder de fascinación de «Bestias del sur salvaje» radica en la base real de su propuesta, porque todo ese exotismo está inspirado en una comunidad independiente de pescadores, localizada en Louisiana, que se llama Terrebonne. De ahí parte una forma de vida insólita, la propia del Delta del Mississippi y las zonas habitadas donde hay tanta extensión de agua como de tierra firme. Zeitlin rebautiza el lugar como La Isla de Charles Doucet, aunque allí todos lo conocen por La Bañera. Estas gentes son auténticos supervivientes que construyen sus casas y sus embarcaciones con materiales reciclados, pura chatarra y bidones de plástico, que les son suficientes para salir ingeniosamente a flote.
Lo que les separa de la civilización es un enorme dique, y, cuando reciben visita del exterior, son helicópteros de la policía que les ordenan abandonar sus hogares ante la inminente llegada de un huracán como el Katrina. Animados por el alcohol casero, algunos de ellos prefieren resistir, como el padre de la heroína del relato. La pequeña Hushpuppy está a punto de quedarse sola, situación para la que su progenitor la ha estado preparando, porque una enfermedad se lo va a llevar antes de que ella pueda encontrar a la madre ausente. Pero la sobrehumana fuerza de la niña es de dimensiones mitológicas, como los «uros», esos feroces animales venidos de la desglaciación.