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Rotterdam, cine de alto riesgo

Iratxe FRESNEDA | Periodista y profesora de Comunicación Audiovisual

Hay ciudades que muestran toda su extrañeza y esplendor desde el primer momento en el que las pisamos. Otras parecen ser más tímidas y reservadas. Rotterdam es una urbe que ha renacido sobre sus escombros, sobre los caprichos y los locos proyectos de arquitectos en distintos momentos de su vida. Rotterdam engancha, se muestra poco a poco, es una caja de sorpresas multicultural, portuaria y salvaje, sin complejos. Y, claro, su festival es desde hace 42 años un fiel reflejo de la idiosincrasia de su anfitriona. Le llaman el Sundance europeo pero bien podría ser al revés. Aquí todo es familiar y cercano entre público, cineastas, periodistas, productores... Conviven juntos y revueltos, interactuando, cambiando impresiones, iniciando nuevos proyectos. El IFFR es un festival sorprendente donde abunda el riesgo y los «artefactos», esos que después van cimentando las bases del cine que veremos en breve, dentro de unos años. Aquí se descubren nuevos talentos, pero también pasan por aquí ese tipo de cineastas que jamás acabaran por despuntar. Nuevos y consagrados creadores se pasean por el festival de Rotterdam. Un deteriorado Bertolucci en silla de ruedas recibía de manos de Wim Wenders un galardón que reconoce toda una trayectoria de trabajo en el cine. Mientras, en las salas de Cinerama el público bebía cervezas al tiempo que veía el trabajo colectivo entorno a la memoria, «Centro histórico» en el que participan cineastas como Victor Erice, Aki Kaurismaki, Oliveira y Pedro Costa. Todo puede suceder en el IFFR y nada es predecible aquí. Salir del cine y ver gente bailando en el hall de las salas o asistir a un improvisado espacio para fiestas en el diminuto y anciano hall del Hotel Central. Y mientras las historias se suceden en la burbuja festivalera, la vida continua en las calles de una ciudad en construcción en la que la nieve cubre las mesas de las sillas y de las terrazas y sus gentes parecen equilibristas montadas en sus bicicletas provocando al asfalto helado y resbaladizo. Aquí los personajes cinematográficos abundan, también los proyectos locos que probablemente no lleguen jamás a cuajar. Y aún así, la ilusión en torno al hecho cinematográfico se respira en el ambiente, se crea al hablar, se estrechan lazos, se establecen complicidades. No sé qué será de Sebastian Hoffman o de Eliza Hittman pero probablemente continúen su camino en la industria, porque alguien decidió una vez que había que darles la oportunidad de hacer y mostrar sus obras. También porque algunos las vimos y las apreciamos en sus carencias y virtudes. El cine, el audiovisual en general, necesita festivales como este para mantenerse vivo, necesita semilleros donde se cuide y fomente a los cineastas del futuro. Sin riesgo no hay opciones de ganar y sin osadía no hay intentos. Necesitamos intentos apasionados que saquen las narraciones audiovisuales de su letargo. Y es imprescindible que empecemos a creer que esto también es necesario para nuestras vidas. Somos historias y nos alimentamos de historias. El cine es un buen almacén de donde extraerlas.

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