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Revolución, fútbol y política

David LAZKANOITURBURU

El segundo aniversario del inicio de la revolución que derrocó al raís Mubarak ha estado marcado por dos hitos cuya resolución explica la deriva de esta histórica efeméride.

El primero nos remonta a finales del año 2012, cuando una coalición opositora, como poco heterodoxa, de revolucionarios, liberales y nostálgicos del antiguo régimen -el orden de los factores no altera el producto-, trató por todos los medios, aunque finalmente sin éxito, de hacer descarrilar el proceso constituyente liderado por la mayoría electoral -refrendada tres veces en los últimos años- islamista del país.

El segundo suceso tuvo lugar ayer mismo con la condena a muerte de una veintena de acusados por la muerte de más de 70 personas en los disturbios que tuvieron lugar hace un año con motivo de un partido de fútbol entre dos aficiones históricamente rivales.

Al margen de la brutalidad de las condenas -la pena capital es denunciable en El Cairo, Texas, Teherán o Nueva Delhi-, el hecho de que el deporte rey -también en Egipto- se haya convertido en el catalizador o en la punta de lanza del malestar evidente en el país africano no resulta nada nuevo. Y resulta fácilmente explicable en una sociedad en la que la juventud tiene ante sí un solo destino: el no futuro.

Lo novedoso es que haya quien esté aprovechando el clima creado antes, en torno y después de esta sentencia, para ver si puede sacar réditos políticos.

Todo apunta a que los sucesos en torno al campo de fútbol de Port Said en febrero del año pasado fueron una encerrona con la que los elementos del viejo régimen, con la evidente connivencia o complicidad policial, quisieron vengarse de la revolución masacrando a los hinchas del equipo Al Ahly, significados en la lucha en primera línea contra Mubarak.

Lo que no es de recibo es que la oposición trate de aprovechar este clima utilizando a jóvenes hooligans como fuerzas de choque contra un Gobierno legitimado por las urnas. No se puede intentar ganar en las gradas lo que has perdido en el campo. Y menos intentar hacerlo apelando una y otra vez, a pedradas o con llamamientos directos, a un árbitro que puede que esta vez pite a tu favor, pero que, tarde o temprano, te expulsará del terreno de juego.

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