Contrapunto
Carlos GIL | Analista cultural
Este compró un huevito, este lo frió, este le echó la sal, este lo probó y este pícaro gordo, ñam, ñam, se lo comió. Amanece cuando se empeñan las tinieblas en dibujar un ruido tembloroso. Tenemos resonancias poéticas perdidas por la cavidad craneal que nos orientan en las tardes perdidas de nuestra biografía. Se encocoró la alimaña creyéndose un caracol saltimbanqui. Baila la peonza de pitiminí lanzada por la misma cuerda que la ahorca. Un jilguero presumido provocó una avalancha de alpiste que acabó con el chelista que soñaba asados de gusanos. La rana pintó un silbido.
Prudencia. Siguen las cascadas rítmicas a contrpunto; una, dola, tela, catola, quina, quineta. Rebotan las piedras planas por la superficie del lago como los adverbios en un discurso académico. Un bucle de preposiciones regurgita para ahogarse en la insuficiencia expositiva. Para, por, según, sobre y tras. Escribe con buena caligrafía aunque sean estupideces colgadas de los árboles. Última hora: un programa de ordenador compone sinfonías de música contemporánea en pocos minutos. Se estrenarán en un palacio monumental con una orquesta de funcionarios con trienios.
Atento, escucha esta pregunta y mide tu capacidad de control, ¿para qué sirve la cultura? No contestes hasta después de la publicidad. Primero pensar, después actuar. La pregunta más que capciosa es degenerada. Ahí va otra, ¿por qué ir al teatro? Quietos. Volvamos a cantar alrededor del fuego de campamento. Suena el crepitar de las ramas de roble ardiendo e iluminando la caverna donde desollar un búfalo es un acto ceremonial. Canta, cuenta, baila, de viva voz, de cuerpo vivo. Tú y yo; o sea, nosotros. Niño, no jodas con la cultura.