Mikel INSAUSTI

Cada vez que alguien trata de actualizar una obra teatral del repertorio clásico se produce el mismo y aburrido debate entre puristas y modernistas. Da igual que la adaptación renovadora tenga lugar sobre los escenarios o en una pantalla de cine, porque la consiguiente discusión no cambia. Ha pasado con Kenneth Branagh o Julie Taymor, y vuelve a pasar ahora con Ralph Fiennes y su «Coriolanus».

En mi opinión, la mayoría, por no decir todos, fracasan por culpa de una transformación superficial de la pieza original. Se limitan a innovar en la puesta en escena, ya que el texto suele ser intocable y ahí no hay nada que hacer. La única excepción reseñable es la de los hermanos Taviani, que en «César debe morir» dan un tratamiento diferente y libre a la tragedia de Shakespeare «Julio César», al proceder a un cambio interno en la forma de interpretar, con lo que la naturaleza de los personajes evoluciona gracias a que son encarnados por reclusos.

Viendo «Coriolanus», tengo una impresión parecida a la que se desprende de los montajes operísticos en los que lo único que varía es el vestuario y el decorado. Cayo Marcio y su antagonista Tulo Aufidio visten con trajes militares de camuflaje, como si estuvieran en el conflicto balcánico o así, pero se expresan respectivamente como un general de la Antigua Roma y un rebelde de los extintos volscos. El drama que viven estos legendarios hombres de honor no tiene nada que ver con la política actual y cuando Shakespeare lo escribió trató de ponerse en la mentalidad de unos guerreros que vivieron en el siglo V antes de Cristo, ya que el bardo de Stratford utilizó como guía histórico a Plutarco.

Por más que Barry Ackroyd mueva la cámara como en sus películas de estilo de documental bélico para Paul Greengrass o Ken Loach, o que se incluyan imágenes de los informativos, junto a tertulias de analistas políticos, la solemnidad de las palabras y discursos traicionan esa falsa apariencia contemporánea.

EN CARTELERA