El pleno monográfico sobre fiscalidad celebrado en la Cámara de Gasteiz dejó una evidencia que hasta hace poco parecía inconcebible: todos los grupos coincidieron en una misma palabra -reforma-. Algo es algo. No se puede obviar que hace escasos meses la única institución -la Diputación de Gipuzkoa- que ha dado pasos, parciales y limitados, sin duda, pero pasos para una fiscalidad más progresiva y redistributiva fue criticada con saña. Se la acusó de poner obstáculos al rendimiento económico que aumentaban el déficit fiscal e incluso se sacó a pasear la sombra de una hipotética fuga de capitales hacia paraísos fiscales. Y aunque sea por imperativo de un contexto de recesión económica más que por un convencimiento propio, está bien que el Gobierno del PNV haga suya la necesidad de una reforma. Aunque defienda que esta sea «equilibrada», debatida «en otros foros» y no en el Parlamento y haga bandera de la «lealtad institucional», su rectificación es bienvenida.

Las reformas impulsadas en Gipuzkoa, conviene subrayarlo, no van a tener efectos milagrosos en la recaudación. Son más bien medidas de justicia fiscal que cierran las puertas a las múltiples operaciones de ingeniería contable que permitían, con demasiada facilidad, la elusión y el fraude. Son una referencia muy válida, pero no la receta, a modo de «cortar y pegar», de un nuevo modelo de fiscalidad para el país que combine con éxito prestaciones sociales universales con niveles elevados de renta, estabilidad macroeconómica con una gestión idónea de los asuntos públicos.

Para ello, resulta obligado examinar lo que funciona y lo que no, tener el coraje y la ambición suficientes para cambiar lo necesario -incluido un Concierto Económico con menos potencialidades cada día y más incapaz de garantizar la suficiencia financiera-. El verdadero cambio en la fiscalidad vendrá de la mano de un cambio político -y de la política vasca- que abra las puertas, hoy cerradas para este país, de su soberanía.