Félix Placer Ugarte | Teólogo
Benedicto XVI, ¿renuncia renovadora?
La renuncia, «una valiente decisión de Benedicto XVI», deja claro en opinión del autor dos cuestiones: el papado no es la exaltación de una persona que debe mantenerse en su solio (o en su cruz) de por vida y su ministerio debe estar abierto y responder a las nuevas realidades de un mundo con graves conflictos e interrogantes. Cree que las palabras de la renuncia no han resuelto los dilemas de la Iglesia y desea que el nuevo papa sea «fiel a los signos de los tiempos de los pobres y su liberación».
El anuncio de la renuncia del papa a su cargo ha sido leído y acogido de formas diversas. La gran mayoría lo ha hecho con respeto, también con agradecimiento por su «valiente» decisión, calificada como histórica y que se presta a múltiples interpretaciones. No hay duda de que esta inesperada y sorprendente decisión, ha sido tomada por Benedicto XVI tras una larga y meditada reflexión desde razones teológicas y pastorales. Ciertamente habrá previsto las consecuencias de su determinación.
El breve discurso del papa anunciando su resolución a los cardenales el pasado lunes está cargado de matices muy calculados y sopesados. Reconoce su «incapacidad» para ejercer el «ministerio petrino» (de sucesor de Pedro), debido a su «avanzada edad». Las razones de fondo son su falta de «vigor» para «ejercer bien el ministerio que le fue encomendado» ante «un mundo sujeto a rápidas trasformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de Pedro y anunciar el evangelio». Su conciencia pastoral ha sido, por tanto, la razón básica de su decisión de renunciar al ejercicio del ministerio supremo en una compleja Iglesia que cuenta con más de mil millones de fieles, 450.000 sacerdotes, 800.000 religiosos y 5.000 obispos y cuyo «rostro -son palabras suyas recientes- está marcado por las divisiones».
Con ello deja claras dos cosas, a mi entender muy significativas. En primer lugar, el papado no es la exaltación de una persona que debe mantenerse en su solio (o en su cruz) de por vida. Aunque no haya sido la primera vez en la Iglesia, la dimisión de un papa era, desde hace muchos siglos, inusual, y Juan Pablo II persistió en el pontificado a pesar de sus penosos achaques. Sin embargo, Benedicto XVI valora la capacidad para el ministerio subrayando que lo que importa no es mantenerse en el cargo, sino servir con el «vigor» necesario. Sienta, por tanto, un criterio de consecuencias decisivas para sus sucesores.
¿Implica además esta decisión un nuevo estilo de ejercer tan alto ministerio rodeado hasta ahora de una anacrónica aureola monárquica medieval, con poderes absolutos? Para una amplia mayoría es urgente la reforma de sus atribuciones y, más aun, de estilos autoritarios y verticalistas. Ciertamente no fue así en las primeras comunidades y en la Iglesia primitiva. El papado actual, consolidado en la larga cristiandad, es un modelo obsoleto que requiere un cambio en profundidad, donde no sea su persona la que prevalezca sino su servicio al pueblo de Dios, a los pobres y al mundo sufriente, como lo recalcó el concilio Vaticano II. Pero para ello será necesario no confundir «vigor» con autoritarismo y «capacidad», con acumulación de poder.
Precisamente el mundo actual requiere una nueva forma de ejercicio del ministerio de quien se autodenomina «siervo de los siervos Dios», pero sigue siendo «jefe de estado». Su reconocido liderazgo eclesial debe servir no para dominar sino para alentar las diversas y plurales manifestaciones del Espíritu en el proceso de la Iglesia, para intensificar la comunión desde la libertad comunicativa y avanzar en el ecumenismo, para favorecer estructuras comunitarias renovadas en la base eclesial, para aportar al mundo la perspectiva del evangelio en la construcción de la justicia y la paz, para contribuir con todos los hombres y mujeres de buena voluntad a la realización del reino de Dios desde la justicia con los pobres.
Pero para ello es indispensable también que la curia romana deje de ser el órgano más influyente y con más peso en la organización y gobierno de la Iglesia actual. Este organismo está, teóricamente, al servicio del Papa. El mismo Ratzinger ocupó un puesto de determinante relevancia en ella. Pero este dominante y complejo aparato curial ha sido, a lo largo de su pontificado, lugar de escándalos financieros, filtraciones de documentos secretos y de «carrerismos». La incapacidad para renovarlo no deja de insinuar una de las razones de su renuncia. Y es de suponer que estos órganos de poder se estarán movilizando con urgencia para conservar su posición y poder eclesiásticos.
En segundo lugar, el Papa subraya que su ministerio debe estar abierto y responder a las nuevas situaciones de un mundo con graves conflictos e interrogantes que afectan a toda la vida de la Iglesia y a su misión, desafiada por realidades sangrantes. ¿Cuáles son y qué posturas pastorales adoptar ante ellas? No lo indica el Papa en su discurso. Pero lo ha venido haciendo a lo largo de sus casi ochos años de pontificado. Con sus aciertos y errores, sus planteamientos, análisis y respuestas han seguido la línea conservadora de su antecesor ante las acuciantes exigencias de cambios estructurales en la Iglesia y apertura doctrinal y moral, ante la secularización y laicidad; también con importantes aportaciones sociales. No ha sido un papa renovador de la Iglesia, como parece reconocerlo implícitamente con su renuncia al no sentirse ya capaz ni con vigor para conducirla de otra manera o... ¿mantenerla como hasta ahora?
He aquí el dilema cuya incógnita no la resuelven sus palabras de renuncia. Y ahí comienzan las especulaciones. ¿Se elegirá un papa con audacia y valor para ejercer su ministerio desde un modelo profundamente reformado, sin atributos monárquicos, sin estado pontificio, sin curias burocráticas, despojado de poder, colegial y fraterno? ¿Potenciará las relaciones abiertas y libres en una Iglesia plural? ¿Estará abierto al diálogo interreligioso y al pluralismo cultural, colaborando junto a otras mediaciones religiosas en el servicio de la paz, de la justicia, de la vida, sensible a los signos de los tiempos, como propuso el concilio Vaticano II? ¿Será sucesor de Pedro con el corazón de Jesús, compasivo y liberador ante el clamor de la pobreza y del sufrimiento, capaz de escuchar y acercarse con estilo samaritano a quienes están tirados por los caminos del mundo, a la inmensa periferia de los marginados y excluidos?
Después la trayectoria histórica del papado, no será fácil deshacerse de formas y estilos acumuladores de poder y liderazgo. Pero si algo está claro es que el nuevo papa necesita crear una forma de gobierno más colegiada, participada, abierta y descentralizada. El centralismo vaticanista carece hoy de sentido y eficacia para ofrecer adecuadas respuestas desde la misión de la Iglesia. Es preciso el pluralismo en lo doctrinal y pastoral, superando uniformidades. Las iglesias de cada lugar deben caminar con solidaridad católica, pero también con autonomía y sus dirigentes episcopales ser nombrados con criterios diferentes a los que dicta e impone la curia romana, como fue el caso de la Iglesia en Euskal Herria. Hay que reconocer a los laicos, mujeres y hombres, su plena responsabilidad en una Iglesia, respetuosa con los derechos humanos que son también evangélicos.
Esta capacidad y vigor, no solo para el próximo papa, sino para la renovación en profundidad de la Iglesia entera, no vendrán desde arriba, sino de las bases más humildes y sencillas. Me conformaría con que la valiente decisión de Benedicto XVI animara y motivara al nuevo papa a escucharles y a ser fiel a los signos de los tiempos de los pobres y su liberación.