CRíTICA: «La jungla: Un buen día para morir»
Abuelo made in Hollywood
Mikel INSAUSTI
No cabe duda de que Bruce Willis sigue en forma, pero de poco le sirve para la quinta entrega de «La jungla de cristal», porque fallan las constante vitales de su personaje. Al día de hoy John McClane es como el deportista retirado que comenta la jugada desde el salón de su casa con una cerveza en la mano, y sólo despega el culo del sofá cuando el hijo en problemas necesita que le eche una mano con el trabajo sucio. Sí, porque esta no sería la franquicia que es, si el prota no termina con su característica e identificativa camiseta de tirantes completamente manchada de sangre y de restos de pólvora.
La diferencia entre «Un buen día para morir» y aquellas primeras entregas firmadas por John McTiernan o Renny Harlin estriba en que entonces el humor paródico formaba parte de la propia dinámica de la acción, mientras que ahora los chistes quedan fueran de los tiroteos y las explosiones, como metidos con calzador, al igual que el obligado grito de guerra: «yippee-ki-yai». La conclusión definitiva es que McClane ha pasado a ser un espectador más, pero desprovisto de la ironía necesaria para no tomarse en serio el festival pirotécnico que ocupa la más de hora y media del metraje.
A falta de un desarrollo argumental propiamente dicho, la película entera está planteada como una persecución constante que empieza en las calles de Moscú y acaba en la abandonada central nuclear de Chernobyl. La producción pone tanto énfasis en las colisiones de los vehículos que circulan por la autopista, más la inclusión de un helicóptero de combate que también acabará estrellándose entre llamas, que se olvida hasta de animar la función con unos villanos a la altura de tanta traca fallera. Se acude al tópico de las mafias rusas, con el hijo de McClane como agente de la CIA infiltrado. En la próxima entrega me imagino que le veremos con su nieto, puesto que la saga familiar es el recurso más fácil para dar continuidad a una franquicia por los años de los años