Aitxus Iñarra Profesora de la UPV-EHU
El dinero
«Adquiere la naturaleza y los rasgos de la divinidad», afirma la autora al analizar la evolución del dinero, desde siempre un elemento decisivo en la civilización humana. Apoya su reflexión sobre el arraigo del dinero y su vínculo con lo sagrado en el estudio de diferentes textos, desde la filosofía bantú a los relatos de Bosho, y concluye diciendo que el individuo actual, como la antigüedad, «en su deseo infinito de inmortalidad», perpetúa la unidad de dios y el dinero, y evadiéndose de sí mismo, continúa cautivo y sumiso a los mensajeros de lo divino.
En «Bantu Philosophy» P. Tempels recoge el testimonio de un bantú de la antigua escuela sobre los bantúes modernos, a los que denominan los évolués europeizados. Se refiere a estos como los hombres del lupeto. Lupeto es el nombre del dinero, al que estos han convertido en el centro y máximo valor de sus vidas. Su antigua filosofía bantú ha sido aniquilada y sustituida por la del dinero, convirtiendo este elemento en objeto, fin y base reguladora de sus actos.
Sabemos que el valor de las cosas solamente es tal mientras sea aceptado, pero su aceptación y transmisión responde al poder que otorgamos a la representación instituida. El dinero ha ido adquiriendo la naturaleza y los rasgos de la divinidad. Es lo real-absoluto y, siendo omnipresente, resulta cada vez menos visible y tangible. Hemos establecido extrañas alianzas con él, permitiéndole definir y mediatizar nuestras relaciones mediante el interés o el beneficio que promete. Su posesión convierte a alguien en meritorio, le da poder. Enfatiza el individualismo, proporcionando distinción y preeminencia. Ayuda a uno a salir indemne de muchas dificultades. Esta es una de las propiedades más estimadas por los humanos, pues es susceptible de cumplir buena parte de sus deseos. Además, puede esclavizar comprando voluntades y se le invoca en incontables ocasiones con frases como: todo tiene un precio.
Siempre ha constituido un elemento decisivo en la civilización humana a pesar de que su forma haya ido evolucionando. Del dinero-mercancía, cuando se realizaban transacciones con alimentos, animales, conchas u otros, al dinero-moneda, hasta el dinero plástico y electrónico en el contexto actual de la economía virtual. Sin embargo, a pesar de esta variabilidad, siempre ha sido un valor vivenciado o codiciado de formas muy dispares en función de las situaciones sociales. Así es para unos una cuestión de supervivencia, para otros la base de un buen vivir material y para quienes se encuentran en una posición privilegiada puede convertirse en un elemento de lucro o robo.
¿De donde procede ese arraigo del dinero y la persistencia de su presencia? E. Becker en «La lucha contra el mal» lo relaciona con lo sagrado. Habla del origen de la desigualdad vinculándola a la necesidad universal de duración de la vida, es decir, a la inmortalidad. Razón por la que los individuos que desafiaban la muerte o entraban en contacto con lo divino (como las figuras del guerrero-héroe o el chamán) eran reconocidos en su talento y mérito por sus congéneres dotándoles de determinados privilegios. Pero con la desaparición de la sociedad tribal, la inmortalidad ya no reside en el mundo invisible del poder, sino en el visible. Así el oro que se consideraba sagrado en muchas culturas era una sustancia equiparable a dios. Este se encuentra en los templos, que de hecho funcionaban como los primeros bancos. En ellos se realizaban las transacciones monetarias de mano de los sacerdotes, siendo estos los primeros acuñadores de moneda. De esas cantidades de oro sagrado ellos podían obtener grandes cantidades de alimentos y otras mercancías; además los sacerdotes también eran pagados con oro por interceder con los poderes invisibles.
Esta argumentación sobre el vínculo entre lo sagrado y el dinero la encontramos en el relato irónico y provocativo de Osho, en «Creer lo imposible antes del desayuno»: Dos amigos, un obispo y un rabino, decidieron ir al golf. Llegado el día, el obispo tardaba debido a la cola de gente que tenía que confesar. El rabino fue a la iglesia y le dijo: te sustituiré mientras te preparas, parece cosa sencilla. El obispo le dijo, observa cómo se hace. Llega entonces un hombre a confesarse: he cometido una violación, dice. El confesor le responde: no te preocupes deja diez dólares de limosna en el cepillo y yo rezaré por ti. El rabino se dio por enterado y ocupó entonces el lugar del obispo. El siguiente hombre confiesa haber cometido dos violaciones. El rabino le responde: no te preocupes, deja treinta dólares de limosna en el cepillo y yo rezaré por ti. ¿Cómo es que ha subido el precio?, replica el penitente. He escuchado al anterior y le ha impuesto diez dólares de penitencia por una violación. Simplemente pon treinta dólares, añadió el rabino, ya que los diez de más son un anticipo para la siguiente vez.
La voracidad de acumulación sin límites de poder y de dinero ha sido siempre una constante para el ser humano, quizás porque los cambios históricos, a pesar de haber afectado a tantos aspectos de la vida, se han asentado comúnmente sobre la normalización de la avaricia. Tal es el caso de los sistemas más exitosos de Occidente, desde el feudalismo al capitalismo, basados en un poder que proclama la desigualdad entre los seres humanos y la consiguiente propiedad desigual de la riqueza. Esa pasión desmedida de tener, que mueve voluntades allí donde sea necesario, la encontramos en los habitantes de Cohors. Cohors es la ciudad donde el Dante de la Divina comedia sitúa a los usureros. Adoran a la loba, su diosa, la de los deseos insaciables y depredación inacabable. Una adoración presente en la actualidad en un discurso social recurrente que se ha conformado en «pathos», y que penetra en el campo emocional de los individuos, suscitando un anhelo culturalmente compartido, alentador de conductas en torno al ansia imperiosa de tener.
La corrupción del avaro escribe recurrentemente la crónica del botín, el robo o la estafa. Apresado en su dramático destino, urde tener sin fin. Se jacta en su quebradizo poder: tener hasta el infinito. Una práctica, la de poseer y de lucrarse a costa de lo que sea, que construye y confirma, simultáneamente, una realidad ética que se difunde como modelo de libertad. Es la libertad del libre mercado y la ética del tener y de la desigualdad. Esta ideología crea un modo de servidumbre adictiva generalizada. Educados y socializados en el deseo, la creencia, la idea y la emoción de tener dinero, posesiones, afectos o reconocimiento, termina convirtiéndose en una identificación tormentosa que autoposee a quien la practica. Nos empeñamos en ello, a pesar de que sepamos que su poder es limitado e inútil, pues no proporciona el conocimiento necesario para afrontar hechos significativos e ineludibles de la existencia: la enfermedad, la vejez o la muerte. Ni tan siquiera como símbolo alivia o dulcifica el desasosiego de lo inasumido.
Pero la persistencia y gestión del dinero, cada vez más abstracta y alejada de lo sensorial, es manejada hoy por los modernos sacerdotes de la intangible especulación. Conocedores del poder de los símbolos marcan los nuevos derroteros y lo asemejan en su virtualidad, cada vez más, a un misterio divino e incomprensible. Ellos han acuñado recientemente una moneda cuya efigie no es la de un presidente o un rey, sino que responde a la diosa Europa, redefiniendo de esta manera una entelequia volátil, un retorno a la legitimación ancestral. Algo que evoca más un poder no terrenal, invisible, más allá de lo humano, al que unos pocos expertos pueden contactar y acceder. Y así el individuo actual, como en el mundo antiguo, en su deseo infinito de inmortalidad, perpetúa la inseparabilidad de dios y el dinero, y con la mirada evasiva de sí mismo continúa cautivo aceptando sumisamente a los mensajeros del divino.