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«Las obras del pasado las olvido enseguida. Vivo al momento»

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Félix Ibarrondo

Compositor

A Félix Ibarrondo le atrapan las celebraciones de su 70 cumpleaños en un punto álgido de su carrera: es una figura de largo recorrido y sólido prestigio en el Estado francés, cada vez más reconocido en el español -en su caso lo de «nadie es profeta en su tierra» ha sido, por desgracia, cierto- y atraviesa una etapa de extraordinaria fecundidad creativa, dando a luz cuatro o cinco nuevas obras cada año.

Mikel CHAMIZO | MADRID

La música de vanguardia es una disciplina de lenta maduración intelectual, que suele propiciar carreras que despegan tarde y evolucionan despacio. Por eso, a los 70 años un compositor no solo está en la cumbre de sus facultades creativas, goza además del conocimiento práctico extraído de una larga experiencia, del reconocimiento de intérpretes y público y de una coyuntura social que facilita su inmersión en proyectos nuevos y más personales. Pero Félix Ibarrondo (Oñati, 1943) no observa su 70 cumpleaños como una fecha especialmente significativa: «De golpe tengo muchas cosas que hacer cuando en otros momentos no tenía tanto -reconoce-. Los años pasan y observas el camino que has hecho, constatas quién eres. Pero yo no planteo mi trabajo como un recorrido, mis obras de ahora no son una evolución de las antiguas. Yo compongo, compongo y las obras del pasado las olvido enseguida. Vivo al momento».

Ibarrondo nació en Oñati en 1943, en el seno de una familia con una inclinación compartida hacia la fe religiosa y la música. Como si estuviera predestinado por nacimiento, el pequeño Félix se impregnó de ambas pasiones, inscribiéndose a los diez años en el colegio franciscano del Santuario de Arantzazu. Ibarrondo se hizo consciente aquí de su amor irrefrenable hacia la música y a los trece años comenzó a tomar clases de armonía y contrapunto, primero con su padre, Antonino Ibarrondo, y luego con Juan Cordero en Bilbo. Él fue su primer mentor en la composición y quien le animó a proseguir sus estudios en París. Pero Ibarrondo, repleto de dudas, no sabía por qué camino decantar su pasión, y a los 15 años, en el noviciado, pidió consejo a Leonardo Celaya. «El me dijo que no me preocupara, que no había ningún problema en alternar mi vocación religiosa con la musical -rememora Ibarrondo-. Fue entonces cuando comencé a componer más seriamente».

Ya ordenado sacerdote, el joven Ibarrondo llegó a la capital francesa en 1970. «Era la época de Stockhausen, Berio, Ligeti, Xenakis, Kagel, Luis de Pablo y tantos otros. París era un hervidero de música `haciéndose'. Fue una suerte para mí estar allí». Se convirtió en pupilo de Henri Dutilleux y de Max Deutsch, representantes de dos escuelas de composición antagónicas. Dutilleux, monstruo sagrado de la música francesa, maestro de la orquestación y del color instrumental como herramienta para trazar los más sutiles detalles poéticos, creador de mundos sonoros tan voluptuosos como misteriosos, influyó profundamente a Ibarrondo por «el pulso interno de su música», un aspecto muy destacado en las creaciones de Ibarrondo. Max Deutsch, por su parte, era el propagador en el Estado francés de la música dodecafónica y serial. Discípulo de Schoenberg y compañero de Webern y Berg, enseñó a Ibarrondo «el arte de la escritura y la conducción de las voces. Sin sus enseñanzas yo no hubiera tenido una técnica perfeccionada ni los medios para construir obras de una lógica cerrada». Deutsch creyó desde un primer momento en el talento del joven compositor y llegó a brindarle elogios inusitados, a lo que el vasco respondió con una sincera fidelidad que se prolongó hasta su muerte.

En París Ibarrondo estableció igualmente una relación privilegiada con Maurice Ohana, que le influyó en un plano estético por «la presencia en su música de cierta brutalidad interior, de una visceralidad que va a lo primigenio de la relación humana con los sonidos», y también, algo más tarde, con Paco Guerrero, una de las principales figuras de la vanguardia española, cuya radical personalidad le sirvió de revulsivo en más de una ocasión.

Tras una primera etapa en que produjo algunas obras de cierto hedonismo sonoro, Ibarrondo rápidamente descubrió la actitud que le colmaba como compositor y que ha mantenido invariablemente hasta nuestros días: «trato de vivir de tal manera el sonido, que sea el sonido el que me viva a mí». En esa vivencia del sonido Ibarrondo niega el vocabulario, es reacio a explicar cómo hace la música o lo que hay tras ella, como si adoptar una postura estética fuera a impregnarla de apriorismos. Ibarrondo defiende que su música «se debe experimentar como una vivencia», puesto que él mismo la ha sentido así durante el proceso de composición. Para él componer es «ir lejos-lejos. O adentro-adentro, hasta no saber dónde-dónde, y perderte. Pero, ¿cómo describir la vida, en esencia? Cada cual conoce esto. Y habrá quien lo pueda describir mejor que yo». Lo siente así también cuando se trata de la música de los demás: «Yo no voy a escuchar la música, voy a vivirla. La escucha desde el exterior no me interesa». Por eso, hoy apenas escucha música que no sea de Beethoven, Xenakis o algunas obras de Schönberg.

Ibarrondo aborda el acto de la composición libre de una especulación previa. No prepara de antemano las melodías, no las pule ni las organiza para emplearlas después. Su disposición de crear es otra, mucho más al borde del abismo. Busca una materia virgen, un solo sonido o conglomerado sonoro, un gesto inicial que, cuando se presente ante él, desencadenará todo el proceso. «Me pongo delante del piano y pueden pasar horas antes de plasmar una nota -explicó en una ocasión a la revista «Musiker»-. Cada vez la espero más. Porque me doy cuenta de que el primer sonido es esencial. En el primer impulso está incluido el fin, como en un engendro natural. [...] Es un invento de cada momento que, partiendo de la nada, intenta llegar a un todo coherente y necesario».

Esta querencia por la materia como agente formulador de la totalidad es, en realidad, recurrente en otros grandes artistas vascos. Por ejemplo Balenciaga, que se negaba a prefijar detalladamente sobre el papel sus diseños de alta costura, prefiriendo tocar la tela y dar forma al vestido partiendo de sus cualidades de textura, estructura y rigidez. Lo que el diseñador llamaba «tener la tela contenta». O en un compositor más joven, Ramón Lazkano, que en sus piezas del «Laboratorio de tizas» realiza experimentos en los que «el material empieza a generar sus propias consecuencias en el momento en que empieza a existir». Parece una tendencia a la sublimación del trabajo del artesano, aquel que tiene un contacto directo con la materia y el poder para transformarla. El mismo Ibarrondo se vale del símil: «El trabajo del compositor es el del orfebre o el del cantero. Pero del orfebre que debe ir personalmente a la búsqueda y extracción de la piedra bruta. Y luego tallarla, pulirla, darle forma. Para situarla luego poco a poco en el contexto. Y del orfebre o cantero que fue, llega a ser arquitecto del edificio imaginado».

 
música y fe

Ibarrondo nació en Oñati en 1943, en el seno de una familia con una inclinación compartida hacia la fe religiosa y la música. Ambas vocaciones han marcado toda su vida.

PARÍS

«París era un hervidero de música 'haciéndose'. Era la época de Stockhausen, Berio, Ligeti, Xenakis, Kagel, Luis de Pablo y tantos otros. Fue una suerte para mí estar allí»

UNA VIVENCIA

«Trato de vivir de tal manera el sonido que sea el sonido el que me viva a mí. Mi música se debe experimentar como una vivencia. La escucha desde el exterior no me interesa»

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