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«El Gatopardo»: El crepúsculo de los dioses sicilianos

En plena conmemoración del cincuenta aniversario del estreno de «El Gatopardo»-triunfadora en el Festival de Cannes en 1963-, son muchos los motivos que nos invitan a adentrarnos en este antológico fresco social, político e histórico filmado con maestría por Luchino Visconti. Inalterable al paso del tiempo, en este fascinante filme resuenan los ecos de un modelo arcaico que se resiste a morir y que fue brillantemente representado por Burt Lancaster en su rol del príncipe Salina.

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Koldo LANDALUZE

Cuando Luchino Visconti quiso trasladar a la gran pantalla la novela «El Gatopardo», la vieja Europa se encontrada sumida en una gran corriente de cambios que incluía también el medio cinematográfico. A esta nueva ola cinematográfica también se sumó el llamado Nuevo Cine Italiano, liderado por otro cineasta que compartió el ideario marxista de Visconti, Michelangelo Antonioni. Atrás iban quedando los ecos legados por el otrora glorioso neorrealismo.

Superado el fascismo, los designios políticos de Italia fueron dictados por una coalición que englobaba democristianos, liberales, socialdemócratas y republicanos. Curiosamente, y a pesar de toda la sangre vertida para erradicar el fascismo, los comunistas y socialistas fueron excluidos de esta coalición, que llegó a su fin en 1953. Tuvieron que transcurrir nueve años para que esta situación se alterara considerablemente gracias a una serie de reformas promovidas por el primer ministro democratacristiano Amintore Fanfani y que incluían un aperturismo al ideario de izquierdas.

Esta situación posibilitó un gran avance de la izquierda en las elecciones del 63, lo que se tradujo en la participación de comunistas y socialistas en el Gobierno de Aldo Moro. Por aquellos días, Visconti declaró: «Votaré la candidatura comunista, como siempre he votado... Diré que voto comunista porque soy antifascista».

Al igual que otros intelectuales de ideas progresistas, a Visconti no le agradó el resultado de aquel gobierno y fueron muchos los expertos que detectaron esa desazón en su mítica «El Gatopardo», cuando Visconti decidió actualizar los episodios del Risorgimiento (unificación italiana) con el presente histórico. Uno de los ejemplos más claros de esta fusión es la frase que Visconti puso en boca del protagonista, el príncipe Salina: «En este país de componendas... Todo queda como está».

Poco a poco, Visconti se mimetizó con el desencanto que emanaba de su príncipe Salina y comenzó a distanciarse del Partido Comunista. Como respuesta, el propio PCI criticó severamente a Visconti su «abandono» del entusiasmo combativo que demostró en obras como «Senso». Por fortuna, en el propio partido también se escucharon voces a favor de Visconti. Por ejemplo, Palmiro Togliatti, uno de los fundadores del PCI y sucesor de Antonio Gramsci, recomendó al cineasta que no alterara la película, especialmente que no cortara ni un solo plano. Por desgracia, la productora hizo oídos sordos a este ruego y mutiló sin piedad el metraje original en casi 45 minutos.

En cuanto a la siempre compleja estructura política italiana, en el 64 se constituyó un gobierno de centro-izquierda liderado por Giuseppe Saragat. En esta escenografía se estrenó «El Gatopardo», el monumental fresco imaginado por el príncipe y escritor Giuseppe Tomasi di Lampedusa en el que se recrea la revolución de Sicilia y que otro príncipe, Visconti, utilizó como excusa para filmar la caída de la aristocracia feudal ante el empuje de la naciente burguesía.

Poco antes de alzarse con la Palma de Oro en Cannes en 1963, Visconti resumió sus inquietudes cuando aceptó este reto. «Me gustó mucho la novela -dijo el cineasta-. Me aficioné a aquel extraordinario personaje que es el príncipe Fabrizio di Salina. Me apasioné con las polémicas de la crítica sobre el contenido de la novela, hasta el punto que deseé poder intervenir para decir aquello que pensaba. Quizá esta es la razón que me llevó a aceptar la realización del film. Como cada vez que estoy a punto de realizar una película inspirada en una novela de autor, me sentí tentado y fascinado por la posibilidad que me ofrecía otorgar una realidad física a los personajes de la novela y de contar, mediante las imágenes, el ambiente, en este caso excepcional, donde se desarrolla la acción: pero sobre todo por volver a proponer en un discurso visual los temas poéticos e históricos propuestos por la novela».

Siguiendo estas pautas, el escritor y crítico cinematográfico Edmond Orts señaló lo siguiente: «Este soberbio film es, además, un auténtico testamento fílmico de Visconti, lleno de resonancias líricas y de claves, que sirven para entender mejor el devenir contemporáneo de una Italia sumergida en aparentes contradicciones. Se trata, sin duda, de uno de los más bellos ejemplos de cine histórico y a ello contribuye, en gran parte, su aguda carga de crítica social, que planea durante todo el metraje».

Tal y como admitió el propio Visconti, su admiración e interés por el príncipe Salina le obligó a buscar a un actor que se amoldara a la perfección a este rol tan sutil y complejo. El cineasta quería un actor estadounidense -algo que no fue muy bien visto al principio, porque, de esta manera, se garantizaría la difusión comercial de su película. Además, detrás de esta superproducción se encontraba la compañía estadounidense 20th Century Fox. Entre los primeros nombres que encabezan la lista de candidatos figuraban Marlon Brando, el británico Laurence Olivier o Anthony Quinn. Finalmente, el elegido fue Burt Lancaster quien, de esta manera, llevó a cabo una de sus mejores interpretaciones y, curiosamente, gracias a un rol que era muy diferente a los que le habían definido hasta el momento.

La carrera y la vida de Lancaster ya no fueron las mismas tras su memorable caracterización del príncipe Salina. El propio actor llegó a reconocer que este papel le había marcado de tal manera que su comportamiento en su rutina cotidiana se asemejaba mucho al de su personaje. Incluso en los papeles que interpretaría con posterioridad se intuía la solemnidad que heredó del crepuscular aristócrata italiano. Enterado de los cortes del metraje original, el propio Lancaster solicitó al cineasta Sydney Pollack que realizará un nuevo montaje con metraje adicional para ser distribuido en los Estados Unidos.

Además de Burt Lancaster, los títulos de crédito incluían a un Alain Delon que ya había trabajado con anterioridad a las órdenes de Visconti en «Rocco y sus hermanos» y una radiante Claudia Cardinale, quien lograría una de sus mejores interpretaciones dando vida a Angelica Sedara.

Ateniéndonos a la opinión generalizada de muchos expertos, la fidelidad que Visconti demuestra hacia la obra del príncipe de Lampedusa no es tan solo argumental, sino principalmente sentimental, porque ambas son una misma visión de dos príncipes: un Lampedusa y un Visconti. Los dos son conscientes de lo que se debate: una visión narrativa de lo que supuso la unificación de Italia. Ambos, Lampedusa y Visconti, están de acuerdo en que ese Risorgimiento fue un fraude para el pueblo siciliano (Garibaldi) y un entroncamiento de la antigua clase dirigente (la aristocracia) en la nueva riqueza (la burguesía). Tanto Lampedusa como Visconti realizan su obra con añoranza: el príncipe Salina es respetado e incluso amado.

Estilísticamente, «El Gatopardo» significó la entrada de Visconti en una nueva técnica cinematográfica y, en ese aspecto, resulta una obra refinada, esplendorosa y artísticamente muy lograda, porque nada en ella resulta gratuito ni formalista. Musicada por el maestro Nino Rota y fotografiada por el no menos prestigioso Giuseppe Rotunno -quien se inspiró en las tonalidades de los cuadros de Delacroix y Hogarth-, «El Gatopardo» desarrolla su trama durante la invasión de Sicilia por Giuseppe Garibaldi. Un espacio político y social convulso que marcará el devenir póstumo de un modelo social arcaico representado en el aristócrata don Fabrizio, príncipe de Salina. Transcurre el año 1860, el líder revolucionario Garibaldi acelera la unión nacional italiana y los pequeños estados se van incorporando al Reino de Italia, engendrado en torno a Víctor Manuel de Saboya, rey del Piamonte. Mientras se suman estos cambios, en el palacio de Ponteleone, don Fabrizio organiza en su salón de espejos un gran baile que pasará a la historia del cine. Mientras los cañones atruenan al otro lado de estos muros en descomposición, en las entrañas del palacio Ponteleone gobierna un vals y el susurro de una sentencia que perdurará con el paso de los siglos: «Algo debe cambiar para que todo siga igual».

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