La retórica hostil e inflamada, la guerra psicológica desatada en Corea ha copado la atención global y numerosos titulares dentro y fuera de aquella región. Los recientes ensayos nucleares y de misiles balísticos de Corea del Norte, las maniobras conjuntas de Corea del Sur y EEUU, bombarderos estratégicos, la anulación del armisticio de la Guerra de Corea de 1953, la declaración del «estado de guerra» por los norcoreanos o la amenaza de ataques nucleares preventivos sobre suelo norteamericano son episodios que deben ser tenidos muy en cuenta. No porque esta música sea nueva, sino porque esta vez se han escuchado cosas nunca antes oídas y de manera mucho más alta. Y ello, en un contexto donde reina la lógica de acción-reacción que presenta múltiples riesgos y puede irse de las manos.

Lo racional no siempre prevalece en la toma de decisiones de los humanos, y la emoción o el agotamiento en las guerras de nervios suelen inducir a apostar por alternativas no siempre prudentes o de contención. Por otra parte, en «juegos de guerra» de este tipo, donde las amenazas se apropian de todo, puede llegar el momento de sustentarlas en hechos concretos si quienes las vierten no quieren verlas desprovistas de todo su sentido disuasivo. Parece improbable una guerra a gran escala con frentes en Hawai o la isla de Guam que supondrían una respuesta inmediata de EEUU y el peligro de desaparición de Corea del Norte. Pero puede ser más factible y no pueden descartarse ataques militares más limitados y de consecuencias imprevisibles sobre las islas que Corea del Sur hizo suyas en la disputada frontera marítima con su vecino del norte. Y más si nadie detiene la espiral en la que todos se están involucrando.

La reunificación y la reconciliación de Corea requiere repensar la estrategia y el cronograma que se está siguiendo. Ni la «paciencia estratégica» de la que alardea Obama, ni las sanciones de la ONU a Corea del Norte ni obligarla a renegar de su armamento nuclear son una apuesta ganadora, sino todo lo contrario.