Agustín Vicente | Filósofo, investigador de Ikerbasque en la UPV/EHU
Paisaje de carretera
Una sociedad que se preocupa por hacer lo correcto y no antepone egoísmos de parte, centraría su mirada en las mujeres que son explotadas e intentaría poner remedio
Hace unos cuantos meses se hizo público el dato de que cuatro de cada diez españoles habían «consumido» prostitución a lo largo del año, el porcentaje más alto de Europa. La presentación de la noticia vino acompañada, casi invariablemente, por la de la decisión de prohibir la publicidad de prostitución en los autobuses valencianos. Como tantas otras veces, la cosa se quedó ahí: no hubo mayor reflexión sobre el fenómeno y cómo enfocarlo. Parece que la prostitución, tal como está, forma parte del paisaje español, y el vasco no es muy diferente -no hay más que asomarse a los principales diarios de este país-. Vivimos con ello como con tantas otras cosas, y la falta de debate sanciona de facto nuestro trato actual con la prostitución. De vez en cuando hay algún sobresalto mediático, como el año pasado, pero las aguas regresan a su cauce, de modo que quienes consideran que la prostitución es una cosa normal vuelven a comportarse como si lo fuera, hasta el punto de anunciarla en autobuses urbanos.
Sin embargo, nuestro trato actual con la prostitución es aberrante. La nuestra es una sociedad que no destaca por su vigor ético: pocos de nuestros avances éticos se deben a factores únicamente morales. Lo más habitual es que no se gane una batalla en el terreno de la ética si no se produce alguna alianza con algún elemento ideológico o religioso ajeno a la propia moral. Por esa razón, los avances éticos se producen de manera desordenada, y el reflujo de la crisis que padecemos deja a la vista un paisaje moral lleno de irregularidades.
La prostitución es una de las mayores depresiones de este paisaje. Lo es porque nuestra sociedad parece que no percibe que lo sea: ni siquiera parece que creamos que el de la prostitución sea un tema moral. Si acaso, lo vemos como una cuestión de mal gusto, o como algo que no es en sí mismo inmoral, pero que sí se asocia a un prototipo de comportamiento que desaprobamos moralmente. Sin embargo, la prostitución, tal y como hoy se da en nuestra sociedad, es una aberración, y no verlo revela una patología.
Hay quienes sostienen que la prostitución es un mal en sí mismo. Por ejemplo, hay quienes mantienen que es una forma de esclavitud, y que nadie tiene derecho a ofrecerse como esclavo, ya que hacerlo implica renunciar al resto de los derechos que uno tiene. Sin embargo, ni este argumento, ni ningún otro con ambiciones pa- recidas, es convincente. ¿Por qué hemos de conceder que la prostitución sea una forma de esclavitud y no, como muchos dicen, «un trabajo más»? Los argumentos ambiciosos se encuentran con un problema: muchas de las propias prostitutas mantienen que lo suyo es, en principio, «un trabajo».
Dejemos entonces de lado la cuestión de si la prostitución, en sí misma, está bien o mal. Es más, concedamos que toda persona tiene el derecho de ejercer la prostitución. Ahora, centrémonos en la realidad de la prostitución y en el espectáculo que ofrecemos como sociedad. Hay prostitutas que lo son por libre elección. Hay otras, bastante más, que lo son por una elección poco libre. Finalmente, hay muchísimas que son directa y descarnadamente explotadas.
Una sociedad que se preocupa por hacer lo correcto y no antepone egoísmos de parte, centraría su mirada en las mujeres que son explotadas e intentaría poner remedio. Poner remedio a una situación de explotación, real o posible, no es sencillo. La explotación puede ser descarnada, como en este caso, o puede ser más sutil: se puede inducir arteramente a una persona a ofrecerse para ser explotada. Teniendo esto en cuenta, una sociedad que fijara su atención en la explotación de las mujeres establecería numerosos filtros para poder separar de modo fiable los casos en los que hay explotación de los casos en los que se ejerce un derecho. Por ejemplo, actuaría como actuamos nosotros en otras cuestiones, como pueda ser la de la eutanasia o la de las donaciones de órganos. ¿Por qué somos tan cautos con la eutanasia? ¿Por qué somos tan vigilantes con las donaciones de órganos? Una de las razones -posiblemente la única buena- es que en ambos casos la línea que separa la libre elección del delito es borrosa. Si liberalizáramos la eutanasia, dicen algunos, ¿cómo ha- ríamos para impedir la muerte de un paciente arteramente convencido para que «elija» morir? Y si permitiéramos que cualquiera donara a cualquiera una parte de su hígado, ¿cómo impedir el comercio de órganos, cuando este incluye como parte del trato que el «donante» jure y perjure que la donación es voluntaria?
En realidad, somos cautos con la eutanasia y con las donaciones de órganos porque nos aterran las consecuencias de no ser infinitamente escrupulosos. Nos aterra que la gente no muera estrictamente por su propia voluntad. También consideramos un horror que alguien se quede sin un trozo de hígado si no es por causa muy mayor -por ejemplo, salvar a un hijo-.
Una sociedad moral, una que centrara su mirada en la explotación de las mujeres y se preocupara principalmente por evitarla, trataría a la prostitución de forma parecida a como nosotros tratamos la eutanasia o las donaciones de órganos. Nuestra sociedad no lo hace. ¿Por qué? Probablemente porque es machista y defiende, como un todo, los intereses ciertamente egoístas de una parte. Sea como sea, nuestra actitud hacia la prostitución no tiene que ver con consideraciones éticas, cuando debería.