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Antonio Alvarez-Solís Periodista

El embrollo colosal

Una observación panorámica de la sociedad actual nos devuelve una imagen desoladora, caótica, desmembrada por contradicciones constantes. No digo anárquica porque el anarquismo, en su recta interpretación doctrinal, alberga una bella pretensión moral para superar el recurso a las coacciones legales, siempre próximas a la injusticia. El embrollo de normas, procederes, actuaciones, es colosal. El poder no emana serenidad, confianza. Toda iniciativa de gobierno es puramente circunstancial, aleatoria. Su consistencia es irrisoria y carece de esa profundidad moral que invita a los ciudadanos a vivir con una determinada prudencia respecto a sí mismos y a los demás. Se legisla o dispone, según el rango, para remediar averías, con la aviesa intención de frustrar movimientos molestos o perjudiciales para quienes las producen. Lo habitual es que no haya afán de construcción ética en las determinaciones de la Administración sino un puro afán de contención de la ciudadanía que está harta de una estructura carcomida y, en consecuencia, corrupta. El afán que mueve a esos gobernantes es salvar el día. Respecto al futuro la desconsideración resulta hiriente.

Cuando oigo hablar a tantos y tantos gobernantes del porvenir de «nuestros hijos» capto un eco que me devuelve eso de «nuestros hijos» como si se refirieran a esos «pobres imbéciles». A nuestra sociedad la han convertido en una masa sin destino en torno a la cual van colocando empalizadas para evitar, evidentemente sin éxito duradero, que se transforme en un movimiento revolucionario.

Todos los días amanecemos ante un suceso que confirma lo que dejo resumido brevemente. Ahora mismo el Gobierno de Madrid, en un súbito rapto fraguiano de heredofascismo, ha reaccionado ante eso que llaman escraches con una normativa sin perfil que aumentará peligrosamente la tensión entre los agentes del llamado orden público y la ciudadanía que empieza ya a ocupar la calle, su calle. La gente, ante la infracción constitucional que niega el derecho pleno al hogar, ha decidido perseguir a sus persecutores con una serie de expresiones verbales que figuran entre las facultades elementales de la libre expresión.

Es más, esos ciudadanos que reclaman un elemental techo se limitan por ahora a poner nombre propio a la deslealtad política de sus gobernantes y no han intentado siquiera otras acciones más contundentes como arma de denuncia. Pues bien, el Ministerio del Interior ha decidido que la policía instrumentará ante cada protesta un cordón de seguridad para garantizar la privacidad de los dirigentes denunciados por la ciudadanía, cordón que el secretario de estado de Seguridad fijó en trescientos metros y que el ministro, en una muestra más de algarabía política, redujo a una distancia imprecisa dejada en manos de los agentes para su señalamiento. «Lo importante -ha dicho el Sr. Fernández Díaz- es salvaguardar los principios; garantizar la inviolabilidad del domicilio y el derecho a la intimidad». Y ha añadido para dejar a su subordinado hundido en la más pura irresponsabilidad: «En algún caso habrá que establecer una distancia de seguridad, pero nunca se ha establecido que tenga que ser de trescientos metros». O sea, que una vez más la acción política es confiada a la prudencia de un antidisturbios. Yo estimo que para llegar a esa conclusión no hace falta que el Sr. Carlos Floriano, hierofante del PP, se refiera frecuentemente a los once millones de votos que les autorizan a gobernar con plena impunidad. Con formar adecuadamente a los antidisturbios la cosa parece resuelta. El Genocida lo hacía así y la cosa le duró cuarenta años.

Ahora bien, las palabras del ministro merecen en esta ocasión, como en tantas otras, un breve rastrillado con la herramienta sencilla de la lógica. En primer lugar hay que determinar lo qué es inviolabilidad del domicilio según la norma que acaba de anunciarse y qué es el derecho a la intimidad. En la consideración habitual el domicilio es el hogar y no parece que los escrachistas hayan llegado a intentar la violación de ese recinto. Si el ministro entiende que el domicilio empieza en la calle, sea a los metros que sea, empezaremos una decisiva etapa de traspaso de los bienes públicos al ámbito privado, con lo que la figura penal del allanamiento, en su caso, puede cobrar una relevancia y extensión sobresalientes. No sé si el ministro es licenciado en derecho, pero eso no garantiza nada. Tuve un compañero que tras aprobar el derecho canónico en primero siguió diciendo «conyugüe» hasta acabar la carrera.

Añade el ministro que hay que preservar el «derecho a la intimidad», mas este derecho lo creo aplicable también a los desahuciados que desenvuelven su vida más personal en la vía pública, aunque el uso constante del móvil la haya transformado en una habitación privada. A mi me insultó una señorita muy aparente al escucharle decir junto a mí, en la espera de un paso de peatones, «cariño, hace tiempo que no te veo», y responderle yo que salía ya poco de casa, sin advertir que la señorita estaba hablando por un micrófono que ocultaba en el abrigo. La señorita me llamó imbécil, creo que indebidamente.

El ministro ha coronado su embrollo normativo añadiendo que si los escrachistas actúan de forma violenta o profieren amenazas, coacciones u otros actos delictivos habrá que identificarlos para el juicio correspondiente. Lo de «coacciones u otros actos delictivos» resulta de una ambigüedad terminante, ya que la coacción suele determinarla el presuntamente coaccionado, que puede creerse en tal situación si es persona de mala intención o padece miedo en términos incompatibles con el carácter político que revista. Un periódico de Madrid decía que en el escrache a doña Soraya Sáenz de Santamaría no se estaba intimidando a una política sino a la madre de un bebé de pocos meses. A mi la observación me pareció  sesgada, ya que a un bebé suele no impresionarle nada que voceen a su madre, cuya única consecuencia es que se le corte la leche si amamanta, lo que no creo que se diera en la vicepresidenta del Gobierno. Pero ahí estamos ante otro aspecto de la cuestión. La leche se nos puede cortar a todos tras un desahucio, dando a la cuestión un alcance general. Cuando la Sra. Thatcher reprimió con bayonetas las protestas sindicales en Gales nadie puso de relieve que quizá a muchos hijos de mineros hubo que ponerlos a biberón y, sin embargo, aquel trasunto de Pinochet sin bigote ha sido elevada a la sacra denominación de defensora de la libertad por algunos columnistas con nómina del ejército represor.

Hace muchos años vivió España un fenómeno que puede situarse entre los antecedentes del escrache y sobre el que hay que decir dos palabras. Se trata del cobrador del frac. Un amigo mío tuvo que sufrir día tras día y hasta su portal la persecución del mencionado individuo, para vergüenza suya y de su familia. Sólo cesó el seguimiento cuando mi amigo me hizo caso y salió a la calle vestido a su vez de frac y chistera, con lo que introdujo la confusión respecto a quien era, de los dos, el deudor acosado. Entonces el ministro de la Gobernación creo que era el Sr. Martín Villa, que no hizo ningún caso a la invención coactiva, ya que prefería otros procedimientos para encarrilar la convivencia. Esto lo revivo para animar a los estrachistas a que recuperen lo del frac y la chistera, a fin de dejar claro que reclaman al Sr. Rajoy una deuda sangrienta, cuyo peso sobre los desahuciados si puede afectar a sus hijos y a sus nietos. Veríamos qué medidas adoptaba el Sr. Fernández frente a la chistera, que podría constituir ya un símbolo nacional para que se tuviera en cuenta el país que vivimos.

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